Borrar la historia
Hace unas jornadas leímos en la prensa, concretamente en el diario El País del 8 de diciembre pasado, una noticia que nos produjo un profundo desasosiego, y ya es difícil que sucesos que procedan de Estados Unidos nos alteren todavía tan profundamente, con lo que nos han acostumbrado, a lo largo de demasiados años, sobre su particular sentido de interpretación y aplicación de los derechos humanos, de la igualdad, de su peculiar mirada analizando acontecimientos exteriores a su mera conveniencia, y lo que es peor, de intervenir en ellos, dejando sus excrementos en diferentes y remotos lugares del planeta, que luego olvidan y abandonan a su suerte, sin misericordia alguna.
Dejándonos de retóricas que no vienen al caso, vamos a la noticia en concreto: al parecer, la obra literaria de Harper Lee, Matar a un ruiseñor (To Kill a Mockingbird), “vuelve” a estar prohibida en aulas del estado de Virginia, ante las protestas de algunos padres, que la consideran inapropiada para la formación de sus hijos, al utilizarse insultos de carácter racista. Además, el asunto es mucho peor. Por el mismo artículo de El País, firmado por Cristina F. Pereda, nos enteramos de que la novela de Harper Lee se encuentra entre los títulos más censurados de la nación por su lenguaje, y hasta el año 2013, según la Asociación Americana de Bibliotecas por la Libertad Intelectual, la obra había sido bloqueada en diferentes estados, casi una veintena de veces desde 1977.
Harper Lee, fallecida en febrero pasado, y alejada toda su vida de los focos mediáticos, escribió en el año 1960, la que sería prácticamente la única novela que publicaría en vida, Matar a un ruiseñor, con la que consiguió el Premio Pulitzer. El libro, está narrado desde los recuerdos de una mujer, referentes a ciertos sucesos acaecidos en su infancia, cuando contaba alrededor de seis años. La historia se sitúa en la América sureña profunda de los años treinta del siglo pasado, en la época de la Gran Depresión, tras el crack de 1929. El estado en cuestión es Alabama, y a través de los ojos de la niña, Scout, nos movemos entre ese territorio y sus gentes, a propósito de un juicio que se desarrolla por una presunta violación cometida por un hombre negro a una joven blanca. Con dicho argumento como hilo conductor del relato, nos damos una vuelta por una sociedad absolutamente jerarquizada por clase y separadas por razas, clasista, racista, atrasada, empobrecida, y, en general, sometida a prejuicios y reglas no escritas que pueden resumirse en una sola frase: todos los seres humanos no somos iguales; todo dependerá de su origen, clase, raza, religión o condición.
La novela se presenta como un documento extraordinario para recordar las condiciones en que se vivía en aquellos años en esos lugares, para no olvidar que tenemos pasado, aunque no nos enorgullezca especialmente, para conocerlo, recordarlo, y de paso avergonzarnos como miembros pertenecientes a la especie humana. Pero no, resulta que lo que importa en pleno siglo XXI son la utilización de palabras que se consideran racistas, y comentarios hirientes que se lanzan a la comunidad negra, y ello puede herir la sensibilidad de determinados críos si intentan o les obligan en el material escolar a acercarse a la obra de la escritora. Pues eso, si no nos
gusta un pasado, y además no nos interesa porque no dice nada a favor de nosotros mismos, lo apartamos, lo censuramos, lo prohibimos, y con un poco de suerte, caerá en el olvido. Nos hemos preocupado en volver a leer la novela (y en disfrutar nuevamente de la película que se realizó basándose en la misma, de la que luego hablaremos), por si nos habíamos perdido algún detalle de importancia sobre el asunto. En cuanto al libro, hemos conseguido con premura una edición de bolsillo, traducida al castellano por Baldomero Porta en el 2009, y reeditada en 2015, de Ediciones B, S.A., y en cuanto a improperios directos que alegan a hombres de color, hemos encontrado, recordemos que estamos en el profundo sur de Estados Unidos en la primera mitad del siglo pasado, la palabra negro (esa palabra, nigger, que en aquellas tierras es considerada insultante, y es empleada en sentido ofensivo), utilizada muchas veces; también cafres, negratas… en otra ocasión se menciona al salvaje que llevan dentro todos los afroamericanos. Y por supuesto, volvemos a recordar que estamos en la Alabama en los años treinta, y no se obvian comentarios o situaciones, como cuando los blancos no consideran personas a los negros, los relegan al gallinero en sitios públicos como los juzgados, se condena cualquier relación personal de amistad con los mismos, no digamos ya sexual, o se presume de que todos ellos mienten, además de ser criaturas inmorales. Como en su alegato en el tribunal se atreve a recordar nuestro héroe, padre de la narradora Scout, el abogado defensor Atticus Finch, el tercer presidente en la historia de Estados Unidos, Thomas Jefferson, llegó a proclamar, a principios del siglo XIX, que todos los hombres somos iguales, pero sus proclamas se quedaron en eso, en meras declaraciones, y ya situados en la década de los años treinta del siguiente siglo, en ese gran país, al menos por dimensión, no es un descubrimiento ni un secreto a voces que la comunidad afroamericana sufría una situación de segregación que alcanzaba, desde la educación, el trabajo, y hasta la justicia o el ocio. Los mismos filmes procedentes de Hollywood se han ocupado de que no lo olvidemos, entre otras razones, porque la realidad era tan denigrante y generalizada que era imposible ocultarla.
Harper Lee, valientemente, no intenta edulcorar el lamentable panorama, y no oculta entre sus páginas que en aquella época las palabras de un negro valían diez veces menos que las de un blanco, que la ausencia de contactos entre razas blancas o de color era una norma inquebrantable que no debía ser traspasada, y que ningún jurado, del que por supuesto únicamente podían formar parte hombres, no mujeres, y además blancos, nunca se había decidido a favor de ningún negro, contra la palabra de un hombre blanco. La valentía de la escritora llega aún más lejos, cuando atribuye a la profesora de la localidad pensamientos proferidos públicamente, tales como que había que sentar un precedente, esto es, un castigo ejemplarizador, independientemente de la veracidad de los hechos denunciados, contra los hombres de color, para que sirviera de escarmiento, o cuando compara la persecución de los judíos por los nazis, con la falta de derechos básicos de la comunidad afroamericana en Estados Unidos. Para ella, para la encargada de educar a los niños en la escuela, y para muchos otros en aquella época, imaginamos, la situación era bien distinta: Estados Unidos era una democracia (ninguna importancia se le otorgaba a que excluyera de la mayor parte de los derechos que otorgaban sus leyes a mujeres y negros), y Alemania una dictadura. Además, “la persecución es propia de personas que tienen prejuicios, y en el mundo, no hay personas mejores que los judíos”, que además “son blancos” . Qué difícil es mirarnos nuestro propio ombligo, sobre todo cuando está infecto. Qué fácil, y lo aplaudimos, es toparnos en la actualidad con obras artísticas que siguen denunciando el holocausto nazi, pero, vaya que casualidad, prohibimos libros que enseñan a nuestros hijos el lamentable pasado que arrastramos, impidiéndoles con ello conocimiento, conciencia sobre lo ocurrido, orgullo por la lucha que ha conseguido reducir fronteras, y un espíritu crítico y humanístico que les ayude a valorar los hechos con bases fundadas.
En el año 1962, el director Robert Mulligan realizó una adaptación de la novela, que se mantuvo muy fiel a la obra original, excepto en la eliminación de algunos personajes accesorios que no aportaban gran cosa a la trama. El resultado consiguió convertirse en una película inolvidable, en donde el actor Gregory Peck realizó uno de los mejores papeles de su carrera, interpretando a un abogado defensor de carácter inconmensurable, dialogante, pacífico, humanista, y valiente; un jurista tan intrépido que es capaz de enfrentarse a toda una comunidad, la suya, la blanca, en la búsqueda del respeto de los derechos humanos, de la igualdad entre todos ellos, de la aplicación de la justicia sin fisuras interesadas. Su lucha por el cumplimiento del derecho de defensa, de un juicio justo, en el intento de que el aparato judicial y sus intervinientes, en especial del jurado, se libere de prejuicios y se base exclusivamente en hechos probados, lo ha convertido en verdadero ejemplo para muchos profesionales del derecho que deben lidiar diariamente frente a arbitrariedades injustificadas en tribunales. Nos quedamos con muchos momentos de la intervención de Gregory Peck, pero en especial, destacaríamos ese alegato al jurado formado por doce hombres blancos, en donde intenta recordar que hay que basarse en los hechos y no en los prejuicios, considerando que la rectitud de un jurado llega hasta donde alcanza la rectitud de cada uno de los miembros que lo componen. Estamos ya en el tema del jurado, y del asunto, de la institución, de lo absurdo e incomprensible de su existencia, en este caso y en todos los demás, ya tendremos tiempo de analizarlo largo y tendido en otros artículos.
Hemos destacado el alegato de Atticus Finch ante el tribunal, pero no hemos hablado del momento que cinematográficamente más nos caló de la película, momento inolvidable, comparable al discurso final de Charles Chaplin en El gran dictador (The Great Dictator, 1940). Nos referimos a esa escena en el tribunal en donde el juicio ya ha acabado, la sala de blancos, la principal, la de la planta baja, ya ha quedado vacía, Atticus Finch recoge sus papeles, agarra el maletín, y abandona la estancia por el patio central, mientras que los hombres de color, que todavía no han abandonado el gallinero, la planta alta, se ponen de pie a su paso, mostrándole todo su respeto y admiración.
La película, al igual que la novela en la que se basa su guion, también contempla desde los ojos de la infancia y en su inocencia, lo absurdo, clasista e irrazonable del mundo adulto que la rodea. Atticus Finch se eleva sobre todo ello, y se convierte en ese abogado tenaz, en el intento de no olvidarse de sus principios morales y deontológicos, de convicciones inquebrantables. Como en algún momento expresan tanto el libro como el largometraje, es necesario la existencia de hombres como Atticus Finch, única forma de que, aunque sea paso a paso, la sociedad tome conciencia de su fracaso colectivo, y vaya subiendo peldaños, en esa escalera en donde se irían situando todos los derechos básicos.
El filme cuenta en su puesta en escena con aspectos magníficos, un panorama gótico de blancos y negros clamorosos, y nos referimos ahora al color del filme y no a la de las razas de humanos, con sombras amenazadoras que impresionan y sobrecogen, y una banda sonora compuesta por Elmer Bernstein, a tono con el ambiente sofocante y sombrío de los lugares en donde se desarrolla. Por ese toque gótico, esas luces y sombras, esos clarooscuros, y el ambiente de la infancia en la que toma su punto de vista, además de por su innegable calidad, nos ha traído a la memoria otro de nuestros clásicos favoritos, La noche del cazador (The Night of the Hunter, 1955), de Charles Laughton, pero en esta ocasión, su protagonista, Robert Mitchum, debe afrontar un papel de villano y no el de un personaje digno de la máxima admiración. A Gregory Peck, su interpretación le reportó un Óscar, y consiguió que la toma de conciencia que Atticus Finch intenta inculcar, tanto a sus hijos como a sus conciudadanos, llegara universalmente a través de la potencia visual que otorga el arte cinematográfico. Un hombre, un héroe, “dando cabezazos contra una pared con su cabeza”, pero que golpe a golpe va abriendo brecha en el pozo oscuro y maloliente en que se mueve.
¿Van a dejar que la juventud norteamericana crezca sin acercarse a su pasado? ¿El proteccionismo hacia la infancia en los países civilizados está llegando al extremo de ocultar terribles verdades, aquellas cuyo conocimiento nos hará libres, nos alejará de repeticiones repulsivas, y dejará que el camino siga avanzando? Desde luego, el panorama futuro no se está tornando precisamente alentador, y lo más lamentable, es que estamos partiendo ya de una situación presente absolutamente cobarde, hipócrita y autocomplaciente.
Y nos gustaría acabar estos comentarios con una reflexión que repite Atticus Finch en la novela de Harper Lee, además de ser recogida también en la película de Robert Mulligan: “Uno no conoce de verdad a un hombre hasta que se pone en su pellejo y se mueve como si fuera él”.
Tráiler:
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Realmente, pienso que este es un gran artículo, tanto por la genial forma en la que está escrito, como por el contenido. Me leí el libro hace un tiempo para el colegio, y hoy he vuelto a ver la película. Es, sin duda, una de mis obras favoritas y, unida al revuelo que ha causado la «prohibición» de la lectura del libro en algunos centros de EEUU, he decidido investigar acerca de las opiniones de webs como puede ser esta. No obstante, y a pesar de no dejar nunca comentarios, este artículo lo merece; estoy de acuerdo con la postura se adopta y, aunque ya lo he mencionado, la forma en la que está escrito me ha gustado mucho. Gran artículo.
Un saludo
Muchísimas gracias por tus comentarios.
Siempre tendremos en la memoria a Atticus Finch. Los que intentan borrar la historia no podrán con ello.
Saludos,
Pilar