ADÚ

No sois bienvenidos

Título original: Adú Nacionalidad: España Año de producción:  2020 Dirección: Salvador Calvo Guion: Alejandro Hernández Producción: Ikiru Films / La Terraza Films / Telecinco Cinema / ICAA / Mediaset España / Mogambo / Netflix Fotografía: Sergi Vilanova Música: Roque Baños Montaje: Jaime Colis Reparto: Luis Tosar, Anna Castillo, Moustapha Oumarou, Álvaro Cervantes, Miquel Fernández, Zayiddiya Dissou, Jesús Carroza, Ana Wagener, Nora Navas, Marta Calvó, Josean Bengoetxea, Jose María Chumo, Candela Cruz, Rubén Miralles, Emilio Buale Duración: 119 min.

El largometraje Adú,del director madrileño Salvador Calvo, se cierra en negro de forma brusca. Inmediatamente, se nos informa en títulos de crédito que setenta millones de personas abandonaron sus hogares en 2018 a la búsqueda de un mundo mejor. La mitad de ellos eran niñas y niños. 

Adú es un chiquillo camerunés. Tiene seis años y vive con su hermana mayor, Alika, y con su madre. El padre se vio obligado a emigrar a Europa en la persecución de la propia subsistencia y la de su familia. Adú y Alika tienen un día la mala fortuna de toparse en la selva con un acontecimiento, además de repugnante, delictivo, del que jamás deberían haber sido testigos. Aprender a montar en bicicleta puede resultar muy caro, demasiado. Y los dos hermanos no tendrán más remedio que pagar el precio en el inmediato camino de miserias y atrocidades que deberán atravesar. Una huida de aquello conocido que ya no subsiste y en la búsqueda desorientada hacia lo que se intuye como una especie de edén terrenal.  

En este último filme de Salvador Calvo, Adú es el protagonista de una de las tres historias que componen la obra y que van concatenándose a lo largo de la misma. La segunda corresponde a la protagonizada por Luis Tosar y Anna Castillo, en la ficción padre e hija (Gonzalo y Sandra). El primero encarna a un hombre obsesionado en la conservación de los elefantes. Sus mayores esfuerzos se centran en perseguir la caza furtiva de estos animales. Sandra, la hija, se dedica primordialmente a la “meritoria” tarea de procurar divertirse y trapichear con drogas. En cuanto a la tercera historia, se centra en un “conflicto” que surge cuando cientos de subsaharianos tratan de saltar la valla de Melilla, frente a la oposición de guardias civiles españoles. Sí, aquella alambrada o muro al que hemos añadido concertinas por si el aviso de no cruzar resultaba poco diáfano. A pesar de ello, los africanos insisten en saltarlo, no importan heridas, lesiones o muerte. Para cultivarnos, se nos ilustra en la película por algún personaje, creemos recordar que con  derecho al uso de tricornio, que lo que estamos haciendo los españoles, cerrando a cal y canto nuestras fronteras, es lo que deberían haber realizado los franceses tras nuestra Guerra Civil. Si los opositores al régimen dictatorial surgido tras la contienda bélica se hubieran quedado en la península ibérica, Franco no hubiera muerto en la cama tras cuarenta años de gobierno. ¡Que los africanos resuelvan sus propios asuntos! No se me alteren. Está revelado prácticamente literal en el filme. En fin, los reaccionarios fundamentalistas nunca defraudan con sus ejemplos piadosos. 

¿Han visto ya la película? ¿Creen que las dos historias subsidiarias son prescindibles? No, nosotros no compartimos dicha tesis. Entendemos que el largometraje se asienta en un magnífico y elaborado guion que logra reducir la tensión en relatos de menor peso. Y aunque no dejan de ser cruentos, la brutalidad consciente aparece de más  bajo calado. El contrapeso se erige como primordial para que los sufrimientos de Adú y muchos como él no se perciban como un dramón más y terminen dejando indiferente. ¿Les parece que quedan pequeñas las vivencias de la hija mimada y despreocupada? ¿O les resulta insultante el egoísta incidente de los guardias civiles intentando salvar su espalda, por no decir otra cosa? Consideramos que resulta necesario rebajar y contrarrestar para comprender y asumir en toda su extensión las experiencias vitales de unos y otros; de lo que se lucha en un continente y de lo que se tiene en el otro, esas posesiones por las que merece la pena pelear para salvaguardarlas y mantenerlas ajenas de manos intrusas.  

Las interpretaciones de los niños y adolescentes protagonistas son impactantes. Destaca especialmente la expresividad de Adú, encarnado por Moustapha Oumarou.  En sus facciones, con sus cambios de registro, incluso en las condiciones más infames, nos acordamos que estamos en la infancia, con sus terrores, juegos, con su magia. También resultan merecedoras de elogio las actuaciones de los jóvenes Adam Naourou como Massar y Zayiddiya Dissou como Alika. Por lo que respecta al resto del reparto, al mundo de los adultos, intervienen Luis Tosar, eficaz en su hieratismo habitual y Anna Castillo, actriz a la que cada vez encontramos más polifacética. El guardia civil de mayor peso en el metraje está interpretado de forma verosímil por Álvaro Cervantes. Se trata de Mateo, un hombre cuya conciencia, o mala conciencia, le tiene atrapado entre lealtades y remordimientos.  

Desde Somalia, desde Camerún, pasando por Mozambique, hasta llegar a Marruecos, a las puertas del cielo. Una travesía inmunda por tierra, mar y aire. Un camino que difícilmente se sortea con un resultado íntegro en lo físico, ya no digamos en lo psicológico. Hambre, prostitución, abusos o temeridades que se muestran como única huída hacia adelante. Infancia, adolescencia, juventud y mundo adulto retratados desde los dos bloques: el que se cierra con candados y el que intenta abrirlos sin la llave precisa; el que solo se mira el ombligo y el que ni siquiera puede detenerse a pesar de lo improbable que resulta el alcanzar cualquier atisbo de bienestar.

El director, Salvador Calvo, a pesar de la tragedia que compone su obra, no hace sangre con imágenes explícitas. El fuera de campo se impone en los momentos más dolorosos y nauseabundos. Se trata del segundo largometraje del realizador madrileño, tras 1898: Los últimos de Filipinas (2016), un filme que consideramos en su momento como mediocre, destinado para un público mayoritario. Con dicho antecedente, nos ha sorprendido gratamente la madurez alcanzada con Adú. Ya en la primera escena nos golpea de forma apabullante. Un refugiado congoleño muere al intentar sortear la valla de Melilla. Demasiados seres humanos explotando frente a una barrera que intentan sortear de cualquier modo. No hay otra salida.  

Resulta chocante, más si cabe por la comparación, la enorme importancia que se otorga a pequeñas codicias humanas y la indiferencia con la que se reciben grandes desgracias colectivas. Estas últimas afligen a muchos millones de seres, sí, pero los afectados deben atravesarlas individualmente, uno a uno, una a una. Guardias civiles  que ocultan hechos por si acaso. Joven consentida que salta de juerga en juerga y de droga en droga. Al tiempo, siente que la vida le ha maltratado por haber tenido menos atención parental que la deseada. Hombre que se empeña en salvaguardar elefantes de una reserva mientras resulta incapaz, no ya de amoldarse, sino simplemente de respetar y comprender formas de comportamiento locales. Y a más a más, diríamos de cero al infinito, unos niños huérfanos o como si lo fueran, sin destino concreto conocido más que seguir la flecha que señala hacia el norte. Aunque suponga hambre, frío, dolor, soledad, enfermedad o muerte. También amistad, solidaridad y cariño, elementos que se imaginarán como claramente insuficientes. Al menos para nuestros protagonistas africanos, indeseados visitantes en ese otro mundo en el que se tiran los bienes porque nos cansamos de ellos, porque nos place sustituirlos por otros nuevos. Podemos hacerlo, a por ello. De paso, se mueve la economía, según nos esclarecen sesudos expertos empeñados en que unos sigan despreciando comida, ropa y objetos, mientras otros se ven incapaces de alcanzarlos. Y no hay que dar migajas. Al enemigo, ninguna ventaja.  

Queremos añadir un apunte sobre los malnacidos que trafican con seres humanos. Sí, hablamos de aquellos que son capaces de abandonar en un aeropuerto a dos críos para que se busquen la vida intentando viajar en las instalaciones que los aviones destinan para las mascotas de los blancos. Hablamos de aquellos seres canallas que son capaces de esperar pacientemente hasta que enfermos, niños, hombres o mujeres desfallecidos consigan reunir una fortuna para que sean considerados como merecedores de subir a una inmunda patera para atravesar, si hay suerte, unos pocos kilómetros.  

Mal día hemos escogido para realizar este análisis, precisamente la semana en que se ha conocido la sentencia del Tribunal de Estrasburgo avalando las “devoluciones en caliente”, en la frontera con Marruecos, salvajada que sistemáticamente vienen autorizando y fomentando las autoridades españolas. Unas expulsiones que son contrarias a leyes internacionales. La misma Convención de Ginebra de 1951 prohíbe penalizar a quien huye por haber entrado en un país de forma irregular. Una negación del derecho de cualquier persona migrante o refugiada para acceder a un procedimiento individualizado de asilo y a recursos efectivos. Una vulneración de derechos humanos por quien debería ofrecerles la máxima protección. Una sentencia que nos hace sentirnos asqueados, nuevamente, de formar parte de nuestra raza.  

Como sostenía Jean-Paul Sartre, no hay excusas para no luchar contra cualquier injusticia. Todos somos responsables, incluso en nuestra inacción nos convertimos en cómplices. La neutralidad no es una opción. Solo el compromiso y la lucha nos llevarán a nuestro destino humano.

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