Dependencia
El realizador rumano Călin Peter Netzer lo conocíamos con anterioridad por su película La mirada del hijo (Madre e hijo). En ella, la tensa y enfermiza relación materno-filial entre los protagonistas se apodera de la obra (Pozitia copilului, 2013). En esta ocasión, no aparta el director sus inclinaciones sobre vínculos turbios y complejos y nos acerca a un extraño y complicado filme, que acierta en transmitir su historia mediante recursos cinematográficos muy definidos.
Estamos en la Rumanía contemporánea y asistimos al desarrollo de la unión de una pareja, desde sus inicios, hasta su aparente final. Los jóvenes en cuestión son Ana y Toma, los dos protagonistas a cuya evolución pasada, presente y posible futuro nos acercaremos de la mano de Călin Peter Netzer. Los dos personajes no son precisamente de carácter ligero, ni siquiera cuando disfrutan en su época universitaria de aficiones propias de la edad. Ambos compartirán durante algunos años una dependencia cuyos mecanismos van desentrañándose paso a paso, con la utilización de distintos medios.
El recurso que más destaca, no en balde el filme obtuvo en el último Festival de Berlín el premio de mejor Contribución artística sobresaliente por el montaje, es la utilización de cambios temporales. Pasados y presentes se entremezclan con sueños posibles o realidades presentadas de forma verdadera, recordada y/u onírica. Todo lo que no se muestra cronológicamente va cobrando sentido, hasta que llega un instante en que el autor deja al espectador que decida por sí mismo e interprete lo que termina viendo a su albedrío. Este cambio temporal en el que nos vamos moviendo se hace de forma brusca pero sin caer en confusiones innecesarias. Ello se consigue con la ayuda de modificaciones físicas evidentes, identificación de los lugares en los que transitamos o definición de estados laborales o relaciones de vinculación diferentes.
Sobre esto último, en cuanto a la dependencia, parece ser el elemento primordial en el que se asienta el largometraje. Ana y Toma se muestran ligados y sin libertad de movimiento, atados con una cuerda invisible que los envuelve. Se detecta una ausencia de autonomía existencial entre ellos, sus respectivas familias, autoridades o asalariados al servicio del dios de turno o psicólogos o psiquiatras diversos.
Junto a ese revoltijo de tiempos fílmicos, nos encontramos con una cámara que no abre el objetivo en ningún instante. Incluso llega a explotar como ofensivo, desagradable o desconcertante lo que se muestra con esa cercanía, desde una eyaculación hasta venas en las piernas o una defecación cuando no toca. Ese ahogo conseguido no abandona en ningún instante y marca todo el metraje.
Hay un tercer elemento que destacaríamos de la puesta en escena y sería el sonido, música o ruidos, ya que no nos atrevemos a denominarlo banda sonora. Los rumores son incesantes y los oímos sin percibir con claridad su origen. Pueden venir de la casa del vecino, de sus movimientos, conversaciones o transistores. También en otros momentos derivan del propio tronar de la urbe, de los vehículos en movimiento o del ambiente nunca silencioso. Y por supuesto, si se asiste a la ópera, no se pierde ocasión de que nos insuflemos con toda su energía, aunque haya que abandonar la representación.
Nos da la impresión de que el director rumano no tiene especial afecto sobre los métodos actuales a los que se recurre para afrontar vidas con punto final. Ni los curas o popes de turno son mostrados con simpatía, ni tampoco los psiquiatras o profesionales de la salud mental a los que se aferran los personajes. Alcoholismo, palabrería, alejamiento o servidumbre. Cualquiera de estos términos pueden definir a muchos de ellos.
Y salimos de la sala de cine oliendo a tabaco. ¿Alguna escena en que Toma no fume? Búsquenlas, existirán, aunque lo tendrán difícil. Y el acercamiento de escenas, esos primeros planos casi en detalle consiguen hasta que huelas el aliento a nicotina de nuestro protagonista masculino. Incluso a veces se logra el efecto de casi necesitar el ir apartando el humo exhalado. Y pasando al género femenino, a Ana, hallamos a una mujer con supuestos secretos en la manga y con una evolución insospechada. Ambos protagonistas están certeramente interpretados por Mircea Postelnicu y Diana Cavaliotti, con la naturalidad que requerían las situaciones relatadas.
La obra arrastra demasiados silencios para muchos terapeutas. Precisamente de ahí se derivan algunos de los problemas de comportamiento que vamos conociendo. Y también de asfixias familiares con las que se ha crecido. Y además, queremos mencionar con tristeza la fuerza bruta exhibida, el mayor poderío físico del género masculino que aparece de forma perversa y abominable en cuanto los cables se tuercen.
Estamos ante un filme muy loable, inspirado en la novela Luminița, mon amour, de Cezar Paul-Badescu, cuya visión recomendamos. No llegamos a enfrentarnos a un verdadero puzzle a la manera de Alejandro González Iñárritu en Amores perros (2000), pero la película de Călin Peter Netzer da vueltas sobre objetivos concretos, con métodos que a simple vista parecen manejarse con desenvoltura, pero que no dudamos que han debido necesitar de atención máxima en planificación de estructura y en su posterior rodaje y remate.
Desde luego, lo que sí que ha conseguido el largometraje es que nos reconciliemos con el Nuevo Cine rumano, tras la decepción de Sieranevada, del director Cristi Puiu (2016). Permanecemos expectantes ante la próxima obra que llegue de aquel país. Lo que sí que nos ha quedado claro y nos damos por enterados es que la sociedad rumana sigue teniendo bastantes asuntos pendientes tras la desocupación rusa, entre ellos la asunción de su propia identidad latina y la subyugación que al parecer soporta frente a la religión.
Tráiler:
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