Exquisito clasicismo
El director de origen irlandés, John Crowley, que debutó en el cine en el año 2003 con la película Intermission, nos presenta su nueva obra, que sitúa en Irlanda y Estados Unidos a principios de los años cincuenta, a través de las vicisitudes que deberá atravesar una joven mujer irlandesa, Eilis Lacey, que emigra a Nueva York en busca de un futuro más esperanzador. El film está basado en la novela homónima que publicó en el año 2009 el periodista y escritor irlandés, Colm Tóibín, habiendo sido adaptada para la gran pantalla por el guionista responsable de obras como Alma Salvaje (Wild, de Jean-Marc Vallée, 2014), o An Education (Lone Scherfig, 2009).
La última película de Crowley resulta de una realización impecable, con una puesta en escena muy cuidada, que cuenta con una fotografía en colores vivos e intensos para desarrollar acertadamente la estética, el vestuario y los decorados de mediados del siglo XX en Irlanda, y fundamentalmente en Estados Unidos. Nominada entre las mejores películas en los Oscar de este año, hace de su clasicismo su mayor virtud, y también su principal defecto. Si bien se ve con agrado, sin grandes sobresaltos ni desvaríos negativos, no sorprende en ningún instante, excepto en uno de los momentos o indecisiones finales, que parece que pueden acabar en un salto al vacío hasta entonces impensable. Además, al film le lastra la mala suerte de coincidir en tiempo con la extraordinaria última película del director norteamericano Todd Haynes, Carol (Reino Unido, 2015), situada en la misma época, incluso en el mismo sitio, pero si bien Brooklyn desarrolla una historia sin grandes asperezas ni mayores riesgos, Carol indaga en una historia de amor no convencional en aquella época de los cincuenta, reflejando la discriminación de las mujeres y la homofobia que presidía no solo la conciencia de la mayoría de los ciudadanos, sino también las leyes que se aplicaban para atajarla (tuvo que llegar el año 1962 para que un primer estado, Illinois, eliminara su ley de sodomía). Curiosamente, tanto la protagonista de Brooklyn (Saorise Ronan) como una de las de Carol (Rooney Mara, que encarna a Therese), ambas, decimos, trabajan en unos grandes almacenes, y las dos intentan tomar y asumir decisiones valientes y resolutivas sobre su futuro, pero mientras que en la propuesta de John Crowley, como ya se ha indicado, la puesta en escena no fascina, ni la temática ni la forma en que se va desarrollando el guion, de forma lineal y previsible, en Carol se consigue un resultado abrumador mediante colorido, saltos temporales, desenfoques, imágenes veladas y momentos ralentizados. No acabamos de entender como la Academia de Hollywood ha preferido meter en el cupo de mejores películas a la de Crowley y no a la de Todd Haynes, a pesar de que sí que competían como mejores actrices, en sus apartados respectivos (principal o de reparto), las tres actrices protagonistas de ambos largometrajes: Saoirse Ronan, Cate Blanchett y Rooney Mara. Por cierto, ninguna de ellas ha conseguido la ansiada estatuilla.
El realizador irlandés John Crowley nos acerca una historia de amor clásico, donde se deja muy patente cuales eran en general las aspiraciones de las mujeres en aquella época: en Irlanda, no desfallecer por inanición, fundamentalmente, y en América, casarte con un hombre supuestamente “decente”, y a ser posible, bien situado en la escala social y económica.
Estamos hablando en Brooklyn de una puesta en escena muy clásica, refiriéndonos a las estrategias cinematográficas establecidas en la tradición norteamericana en la primera mitad del siglo pasado, respetuosa con convenciones visuales, sonoras e ideológicas, que no ahonda en posibilidades expresivas del lenguaje cinematográfico, ni introduce elementos de ruptura. La composición visual es estable, la narración lineal, con una banda sonora reforzada en bellas canciones irlandesas, que acompaña a la imagen, la refuerza e intensifica, y la puesta en escena tiene como principal objetivo el servir a los personajes. El resultado conseguido es efectivo y atrayente para cualquier tipo de espectador.
El largometraje ahonda en la nostalgia, la soledad, la elección entre deberes y amores, el derecho de ser o no agradecido ante quien te allana el camino, o lo revienta con piedras, y sabe reflejar bien las vacilaciones y titubeos que rodea toda elección, y con mayor medida aquella que fijará o cambiará la ruta de tu existencia. Las iniquidades, celos, envidias y sumisiones que podrían existir en un pequeño pueblo de Irlanda a mediados del siglo pasado (no creo que en este aspecto se haya avanzado en demasía, y no me refiero únicamente a ese país), son acertadamente trasladados a la obra, en escenas muy descriptivas, como la que se desarrolla en la panadería, o en casa de la dueña de la misma.
Resumiendo, el film resulta efectivo como melodrama elegante y de impecable realización, pero consideramos que le falta alma, riesgo, esa chispa y originalidad que no acabamos de encontrar en ninguno de sus componentes. Estamos ante un claro ejemplo de cine clásico, sin fisuras, y sin querer aventurarse en riesgos, que el director y demás componentes de su equipo han debido de considerar innecesarios para el fin que se perseguía.
Tráiler:
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