Escondidos tras la rutina
Entramos en la sala de cine a ver esta película española, rodada por un catalán en Nueva York, y en idioma inglés, con pocas referencias, algunas muy positivas, y otras también muy negativas. En cuanto a las favorables, se encontraban los premios que había obtenido el filme en el último Festival de Málaga, en donde consiguió acaparar los de Mejor película, guion y actor. En lo referente a las negativas, el desprecio que ha obtenido de la Academia en los Premios Goya que se entregan en pocos días, al no haber sido nominada en ningún apartado, a pesar de que contaba con trece candidaturas previas.
Con estos antecedentes, y previendo que una posible mala elección únicamente duraría ochenta minutos, nos enfrentamos a este largometraje, que como ya hemos adelantado, se desarrolla en Nueva York, en el seguimiento de un protagonista, de Larry de Cecco, un hombre cuya ambición se centra en llegar a desarrollar una carrera exitosa como actor en anuncios publicitarios, mientras consigue sobrevivir, entre sucesivos procesos de selección, como trabajador de una empresa de mudanzas.
El conjunto del filme nos ha producido la sensación de estar observando una obra muy loable y cuidada, consciente de su humildad presupuestaria, y acertada en decisiones de puesta en escena y desarrollo de guion, que hace que se siga con detenimiento, y vaya produciendo inquietud y desasosiego a medida que ofrece todas sus cartas.
En primer término, destacaríamos la fotografía, la sabia decisión de mostrar la urbe neoyorquina en tonos que destacan por su carácter grisáceo y marrón, con una palidez desvaída que retrata con acierto el ambiente turbio, en fondo y forma, por el que se desarrolla la trama. El trabajo realizado en esta faceta, tanto en espacios exteriores como interiores, sobresale por la mórbida y desabrida naturalidad que se consigue a lo largo de la película.
Otro punto destacado es el guion y su puesta en escena, que a través de una inicial monotonía de situaciones, de rutinas en donde la cámara, con planos generales e incluso encuadrados, se ocupa de enseñarnos las caras de una ciudad inhóspita, muy fría y desapacible. En ella, algunos seres sobreviven en la esperanza de la obtención del sueño americano, de conseguir el éxito, la fama o la riqueza en la tierra de las grandes oportunidades, mientras que logran mantenerse en la ilusión de alcanzar ese triunfo que se persigue en la vida, aferrándose a distintas dimensiones narcóticas o de efecto placebo. Entre ellas encontramos a la religión, con su farragosa palabrería y embaucador mensaje. Y mientras tanto, algunos recurren a la ocultación del propio origen, probablemente, tanto por vergüenza, al sentirse inferiores (¿no fue precisamente ese dios al que tanto apelan el que creó a todos los seres iguales?), como en el intento, en ese encubrimiento de orígenes, por evitar cualquier conato de racismo, y además, de paso, conseguir una mayor integración y aproximación a nuestros deseos.
El largometraje empieza enseñando una normalidad aparente, pero que detectamos inquietante, y no tarda en mostrar maldades diversas con naturalidad, sin otorgarle la mayor importancia, incluso recurriendo a la escatología, una rareza en las obras cinematográficas a las que estamos acostumbrados. El filme desprende tristeza, amargura, además de fanatismo, violencia y sexo, en una ciudad superpoblada en donde los anuncios publicitarios, siempre, o casi siempre engañosos, van vomitando una y otra vez sus eslóganes, mientras atravesamos la población desde sus entrañas en esos metros que van trasladando de aquí para allá a sus habitantes, o nos movemos en la búsqueda de objetivos o necesidades de subsistencia diaria, utilizando vehículos privados o de empresa.
Se trata de un filme que prácticamente no cuenta con banda sonora, excepto al recurso de dos canciones, que se intentan utilizar diegéticamente, dos ejemplos de lo que somos y de los que nos gustaría ser. Se trata de Il mondo, de Jimmy Fontana, y del Concierto para piano nº 1 de Tchaikovsky.
El protagonista, Larry de Cecco, está interpretado por el actor chileno Martin Bacigalupo, también coautor de la elaboración del guion. En su actuación, nos parece soberbia una caracterización que sobresale precisamente por su carencia de expresiones exteriores, en una maldad y espíritu enfermo que desarrolla sin despeinarse, prácticamente sin perder la compostura, a pesar de los acontecimientos, y no olvidando los consejos que solicita de su adorado pastor evangélico, esas ayudas verbales que producen alergia, cuando siempre recurren a lemas trillados como el estar en el buen camino, con conductas dignas de admiración, y que no debe llevar a otro destino que el alcanzar la meta perseguida. Y ya nos perdemos si ese objetivo se circunscribe a este mundo, o también lleva en el lote al que se supone que viene luego.
La película, además de hacernos reflexionar sobre las extrañas compañías que crea la tecnología, las nuevas redes sociales, consigue incluso que simpaticemos no ya con el desequilibrado protagonista, sino con todos aquellos, como él, que buscan alcanzar sus ilusiones en un universo donde la suerte, influencias, y otros temas de mayor y terrible calado, tienen mucho que decir, mientras recibimos el ya conocido “ya te llamaremos”, después del “casting” de turno. Filmes sobre el asunto existen en abundancia en la historia cinematográfica; precisamente nos viene a la mente el éxito del momento, aquel largometraje del que todos hablan y se llenan la boca de parabienes, la estadounidense La ciudad de las estrellas (La La Land), de Damien Chazelle, que personalmente nos horrorizó con esa estética cursi y relamida, aunque su intención sea la de homenajear a los musicales clásicos hollywoodienses.
Y por último, además de no olvidarnos de esa maleta de ida y vuelta, con lazo rosa incorporado, y del destino de nuestro cocinero favorito, destacamos ese final esperpéntico, digno del mejor Berlanga, que esperamos que tengan la oportunidad de saborear.
Tráiler:
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