El infierno en vida

El realizador islandés Baldvin Zophoníasson cuenta con una extensa trayectoria que se ha forjado desde los once años, edad en la que rodó su primer cortometraje. Desde entonces, ha recorrido distintos oficios dentro del mundo audiovisual, desde cámara o productor de televisión a director de videos musicales. En largometrajes, consiguió reconocimiento fuera de su país en diversos festivales. Entre sus filmes de ficción más aclamados se encuentra su ópera prima, Jitters (Óroi, 2010) y Life in a Fishbowl (2014). Con Déjame caer, ahonda con crudeza en aquellos sótanos oscuros a los que lleva la adicción a las drogas. Unas catacumbas que una vez recorridas, son de difícil abandono.
Estamos en Islandia y nuestra protagonista, Magnea, es una adolescente de quince años. Desde el primer momento, se muestran sus iniciales escarceos con las drogas. Contactos inocentes de una joven que cuenta con una familia, más bien dos, que la quieren. Sus padres están divorciados, se llevan estupendamente y han formado nuevos hogares. En ambos se le acoge con amor y alegría. Es guapa, lleva muy bien los estudios en el colegio y tiene amigas. Además, los mayores que se encuentran a su alrededor son comprensivos, tanto docentes como progenitores. Pero con la ingenuidad de la edad, el deseo de transitar por entornos desconocidos y la curiosidad prometida de paraísos artificiales, potentes y efímeros, la degeneración va apoderándose de su espíritu y de su cuerpo.

La adicción, ya sean drogas de cualquier calibre, son compañeros demasiado tóxicos como para dejar a un lado cuando nos parezca. Marihuana, cocaína, heroína, píldoras de distintas composiciones, pastillas euforizantes o tranquilizadoras, alcohol…; es lo mismo. Una vez que nos han abrazado y se han apoderado de nuestra existencia, la rehabilitación se torna mucho más dura que cualquier escalada a los picos más altos del universo. Y hay un inciso endurecedor: como el título del filme sugiere, esos productos estupefacientes que apuntan al jaque y mate, a pesar de que las víctimas sean conscientes de haber tocado fondo, se enganchan como lapas irresistibles. La posibilidad del intento de recuperación asemeja infame para el toxicómano. También como el peor de los caminos por los que se puede optar. Unas sendas que, por cierto y desgraciadamente, no son demasiadas.
Magnea está interpretada por diferentes actrices, según la edad en la que aparece en pantalla. Recorremos junto a ella sus experiencias vitales, desde los 15 hasta los 35 años. Y sin la menor concesión al espectador, con toda la crudeza que puede experimentarse en una vida de adicciones e intentos de rehabilitación. Alrededor de ese mundo marginal de drogadicción joven e inconsciente, van apareciendo muchos vectores. Entre ellos se encuentra la familia, de la que ya hemos expuesto una pincelada; también amigos tan enganchados como Magnea o al borde del abismo; igualmente nos cruzamos con canallas explotadores de desgracias ajenas…En fin, un compendio de seres diversos que la acompañan en su camino hacia la nada. Desde esos sinvergüenzas violentos, delincuentes y violadores, hasta sus compañeras, capaces de abandonarla por una dosis de felicidad artificial. El síndrome de abstinencia se aparece como un potente enemigo, incapaz de distinguir cualquier atisbo de amistad. Y tampoco hay que perderse a los que intentan, una y otra vez, que el destino cambie su ritmo, arrastrando en el empeño su propia vida. Aquella madre y padre dolientes, hundidos, cada vez más desconcertados, pero siempre con la esperanza de que la rehabilitación en la que en ese momento están inmersos será la definitiva.

Baldvin Zophoníasson nos narra esta cruenta odisea con cámara fija, primeros planos y saltos temporales, continuos y sin cortes. Con el material que tiene entre manos, demasiado doloroso e insoportable, no cae en la tentación de aligerar su historia. La dureza, la crueldad y brutalidad se imponen cuando los hechos se muestran inclementes. Y la cámara del director islandés se encuentra en el sitio exacto para recogerlo sin elipsis o fueras de campo que valgan. El resultado es una sucesión de escenas en las que en forma de relato desordenado, nuestra protagonista, Magnea, viaja en los submundos más degenerados e implacables. Está interpretada por la actriz Elín Sif Halldórsdóttir en su juventud y por Kristín Þóra Haraldsdóttir en su etapa adulta. Minuto a minuto, el filme va desgranando adicciones, miserias, egoísmos y culpabilidades. Porque los personajes principales, tanto toxicómanos, familiares o delincuentes al acecho de debilidades ajenas, están perfectamente dirigidos en unas interpretaciones que destacan por su realismo.
No hay más. No busquen otras circunstancias lejos de enfermedades varias, bulimias, proxenetismos, abusos sexuales, violencia física, raptos…Aunque para ser sinceros, esa culpabilidad de la que hemos hablado anteriormente podemos destacarla como la única estrella positiva, junto con destellos de amistad que van perdiéndose u olvidándose, según convenga. Estamos en unos dominios en los que se es capaz de cualquier cosa, con tal de conseguir el veneno que se ha llegado a convertir en necesidad. En este punto, debemos destacar la relación entre Magnea y Stella, la joven que arrastrará inicialmente a Magnea por infiernos desconocidos, para dejar atrás estudios, deportes y familia, esta última cuando no se convierte en el postrero reducto. Además de todos los temas ya citados y abordados en el largometraje, también existe lo que podría haber sido una bella historia de amor homosexual.

En ningún momento, ya decimos, se deja resquicio para alivio de personajes y espectadores. Gran mérito del filme, que sabe lo que quiere contar, cómo hacerlo y no se escapa de ese estrecho margen en todo su metraje. Y el final, por supuesto, cumple con creces las expectativas, sin caer tampoco en lo esperable. Un término duro, muy duro. No hubiéramos entendido ningún tipo de benignidad. Nos quedamos con el sufrimiento de progenitores afectados, aquellos que todavía se estarán preguntando qué han hecho mal en la educación y trato de sus hijas e hijos. ¿Hay un límite para ese padecer? No sabemos. Por cierto, la película nos avisa, al acabar, que está basada en unos hechos reales. No lo dudamos, pero el plural se impone.
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