Macabra desnudez
El realizador danés, Lars von Trier, dirigió este largometraje en el año 2003, tras su triología denominada “del Corazón de Oro”, compuesta por Rompiendo las olas (Breaking the Waves, 1996), Los idiotas (Idioterne, 1998), y Bailar en la oscuridad (Dancer in the dark, 2000). Con Dogville, se proponía iniciar otra trilogía, esta vez sobre la sociedad estadounidense, en una historia que se desarrolla en los años treinta del pasado siglo, en la época de la depresión, en un pueblo de las Montañas Rocosas. Se presentó en el Festival de Cannes, y abrió una brecha acalorada en la crítica, que onduló entre los que sostenían que se trataba de una acusación crítica y directa al sistema americano, y los que lo entendieron como un relato metafórico de la xenofobia que crece en una pequeña comunidad, universal, pero que casualmente transcurría en Estados Unidos. ¿Estamos ante un cuento cruel?¿Es un teatro escenificado, cinematográficamente intemporal? ¿Una radiografía sobre la naturaleza del ser humano? ¿Una bajada a los infiernos mientras diseccionamos la esencia de una comunidad? ¿La descripción de un microcosmos, fiel reflejo del mundo entero?
Nos enfrentamos con una obra compleja, única, personal, diferente, que mediante el recurso a la desnudez en la escena, con una radicalidad en la ausencia de elementos que dispersan la atención, consigue que nos centremos en las actrices y en los actores, y que nos desbordemos con el drama y la emoción que despierta la historia, en la autopsia de miserias humanas que todos llevamos dentro y que vamos liberando en cuanto tenemos ocasión, o nos dan pie a ello. Precisamente con ese objetivo, se prescinde del uso espectacular de los efectos especiales a los que se recurre insistentemente en muchas de las últimas propuestas cinematográficas, intentando impresionar con el impacto visual, mediante una manipulación excesiva de los medios o recursos de este arte, del sonido, del color y la iluminación, con un montaje vertiginoso, que pretende envolver al espectador en un mundo de sensaciones fastuosas. Lars von Trier no va por ahí, y el filme, rodado en estudio, limita sus contornos, sus edificios, con líneas en tiza pintadas en el suelo, y apenas recurre a unos pocos elementos tridimensionales, como unos bancos, los listones de una vieja mina de plata, o el escaparate que contiene las siete figuritas de porcelana, cuyo destino es mejor no recordar.
Paso a paso, sin prisas, el danés va al hígado de la esencia humana, y muestra los dientes, sin precipitarse, uno a uno, hasta que abre la boca entera y se efectúa el mordisco, profundo, sin complejos. Con un sencillo (o complicado guion, porque esta dicotomía siempre la encontramos en el realizador), simplemente retorciendo la tuerca del poder que creemos ir poseyendo sobre otros individuos, consigue que nos achiquemos en nuestra butaca; sale a la luz el rechazo primigenio e inmodificable con el paso del tiempo, hacia el extranjero, la posterior indiferencia porque parece que no molesta, y cuando vemos que le podemos sacar provecho, no dejamos pasar la oportunidad y lo hacemos, en unos instantes iniciales de manera ligera, como quien no quiere la cosa, y cuando conseguimos más presión y poder, tensamos la cuerda, y lo que la esencia humana vomita es la solicitud al extraño de, en primer lugar, pequeños favores, pasando luego a medianos, y continuando con exigencias de grandes sacrificios, a cambio del silencio de la comunidad, para terminar en monstruosos actos de desprecio y salvajismo, de abusos físicos y psíquicos, hasta acabar de convertir al forastero en un esclavo, atado o inmovilizado, y no de forma figurativa, por si escapa, al atento y eterno servicio de los más oscuros y libidinosos instintos.
Estamos en Dogville, la localidad con nombre canino, que tiene un no perro que se llama Moisés o Moses, aunque si lo tuviera, conseguiría obtener, al can nos referimos, el galardón por los principios éticos más relevantes de la contornada, aquel animal que únicamente gruñe y se enfada porque le han robado su hueso, pero es el único de la población que no ha exigido nada a cambio de su silencio. La radiografía del microcosmos resulta monstruosa, y ningún habitante se salva de la podredumbre. A través de la voz de un narrador, un prólogo y nueve capítulos, desde la desconfianza e ignorancia inicial, todos y cada uno de los habitantes del pequeño pueblucho, y no hemos utilizado ese término despectivo inconscientemente, van exigiendo mayores y más intensos sacrificios para mantener la boca cerrada, a medida que los meses transcurren, y parece que las autoridades no olvidan la desaparición de Grace, de Nicole Kidman, en una interpretación que hace a una actriz grande, y que entendemos se encuentra, de sus apariciones en la gran pantalla, entre las mejores.
Nos enfrentamos a seres bastante desocupados, sin ninguna inquietud intelectual que se vislumbre: un ciego (Ben Gazzara), o casi, que no sale de su vivienda aparentando que no ha perdido la vista; una especie de tienda de comestibles y tonterías varias, en la que su dueña (Lauren Bacall), se limita a hacer tartas de grosella y canela; un agricultor ocupado en su campo de manzanas (Stellan Skarsgård), con mujer que ha parido como coneja (Patricia Clarkson) seres de momento pequeñitos pero ya se asemejan como indeseables, firme partidaria del estoicismo; un joven de muy pocas luces que pretende ser ingeniero, aunque sea incapaz ni de mover con cierta soltura las damas de un tablero de juegos; un camionero que se presume analfabeto, ruin, con un vehículo destartalado del que no olvidaremos su mezquindad, ni las manzanas que decoran las imágenes que protagoniza; una mujer de apariencia púdica que se ocupa de la campana y el órgano de la iglesia, mientras espera al párroco que nunca llegará; otra mujer negra, sirvienta en su pasado, oscuro, al cuidado de una inválida; un médico jubilado hipocondríaco…y sobre todos ellos, sobresale ese filósofo del lugar, Tom Edison (Paul Bettany), el escritor que nunca ha redactado nada, el contemplativo y animoso embaucador de la moral de la comunidad, falso, soberbio, timorato, pretendiendo complacer a todos y a todas, cuando lo que está intentando es buscar su propia satisfacción, a ver si de una vez por todas consigue algún logro moral o material para reflejar literariamente el estudio de la evolución de sus despreciables experimentos.
Y hacemos punto y aparte para hablar de la víctima y vengadora Grace, de una Nicole Kidman, que aterriza en un pequeño pueblo cualquiera (lo de las Montañas Rocosas le pareció atractivo a Lars von Trier), sin conocerle pasado alguno, se presenta como un ser limpio, inocente, en búsqueda de la bondad de la especie humana, siempre al acecho del prisma positivo de la situación, justificando la indiferencia en un primer momento, el sacrificio por realizar el “escaso” trabajo humano que se repite diariamente, la asimilación de un mayor esfuerzo porque el chantaje ha crecido en dimensiones, hasta que llega el momento en que la situación se le va de las manos, y pese a su voluntad, se vuelve incontrolable, angustiosa, insoportable, denigrante y anuladora. Hay escenas que impactan en su desnudez y realismo que no se olvidan fácilmente, como la violación de Grace en la casa de Chuck, radiografiada, mientras el resto de la población (unos quince miserables ejemplares de nuestra especie, más algún retoño), continúa ocupada en esas cosas mundanas, que en un primer momento no necesitaban de asistencia alguna. Tampoco se olvida el otro ataque, entre otros muchos, a la integridad de Grace, en el camión, rodeada de manzanas, y con la esperanza de que la pesadilla estaba por terminar.
Y vamos al final, ese terrible final, pero, nos guste o no, liberador para el público, después de la angustia que ha tenido que soportar su heroína, intensa en lo mostrado y en lo interpretado, muy aberrante para que la lección no se haya aprendido, para que el odio aparezca en el alma más cándida, y el rencor y la venganza termine por alcanzar, y hasta rebasar, los límites del ojo por ojo, y del diente por diente.
Estamos en una película del siglo XXI, y a pesar de que el sexo y la violencia mostrada no destaca por una especial explicitud (no vemos sangre, aunque algún disparo se ve sin elipsis), la violencia resalta por su potencia psicológica, acrecentada por el desnudo, ya comentado, de otros parámetros de puesta en escena. Los movimientos de los personajes, así como la voz en off de John Hurt, que va poniendo al corriente de los acontecimientos a los espectadores, se reduce a lo esencial, mientras el discurso hacia el forastero, el inmigrante, el diferente, se va radicalizando, hasta hacerse insoportable.
En el año 2003, Dogville compitió por la Palma de Oro en Cannes. El premio a la mejor película se lo terminó llevando Elephant de Gus Vas Sant. Estábamos en tiempos irritados por la política norteamericana en Irak, donde se veían fantasmas donde quizás no existían, o seguramente sí. El tiempo, como casi siempre, terminará por poner las cosas y las obras en su sitio, independientemente de la empatía o no que despierten sus realizadores. El lenguaje cinematográfico, inédito, del que venimos hablando, acaba en sus créditos finales, con una sucesión de fotografías tomadas de la propia cámara de un danés, Hacob Holdt, que recorrió carreteras y caminos secundarios de Estados Unidos durante la década sesenta y setenta del siglo pasado, con testimonios de crudo realismo, pobreza, racismo y violencia, acompañados con la popular canción de David Bowie, Young Americans.
Tráiler:
Créditos finales:
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