De sueños y existencias

El director estadounidense, Joseph L. Mankiewicz, elaboró con esta obra una hermosa película, que flota entre lo onírico, lo fantasmal y la cara más realista de la existencia. De una forma entrañable, reunió en el filme fatalidades y esperanzas, además del paso del tiempo con sus alegrías y frustraciones. Contribuye a ello un acertado guion, una puesta en escena preciosista y unas interpretaciones que encajan con la talla exacta en sus personajes.
Nos centraremos inicialmente en el primer mérito señalado, el del guion, autoría de Philip Dunne. Precisamente por otra adaptación, la correspondiente a ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley) de John Ford en 1941, Dunne consiguió alcanzar gran popularidad. De forma natural y con intriga, El fantasma y la señora Muir se desarrolla mientras mantiene el interés en todo momento. Juntar espectros, sueños, miedos o dificultades, y agitarlo con terror, amor y desengaños no resulta nada sencillo. Y menos si no se cuenta con el apoyo de los trucos digitales que existen en la actualidad. Tampoco debemos olvidarnos, en este apartado, de uno de los rasgos más seductores de Mankiewicz, sus profusos, agudos y ocurrentes diálogos.

El realizador estadounidense recoge el guion de Dunne y con su elegante cámara, movida siempre con armonía y proporción, elabora el largometraje centrándose en unas existencias que impresionan y enternecen al espectador. Su protagonista, la señora Muir, interpretada por Gene Tierney, encarna a una mujer que acaba de enviudar; apenas ha transcurrido un año en ese estado civil. Tiene una hija pequeña, Anna, y vive en Londres con su cuñada y su suegra. Se siente enjaulada entre contradictorios recuerdos que van desvaneciéndose. Y sueña con la libertad, con formar una vida propia junto con su pequeña y Martha, la mujer que se ha ocupado de las tareas domésticas, permaneciendo siempre a su lado. Frente a la terca y tensa oposición de la familia política y contando con limitados recursos económicos, logra abandonar esa insulsa cárcel, con arrojo y valentía. La señora Muir tiene un nombre, Alice. Estamos ante una intrépida fémina que no duda en el intento de seguir su propio camino, a pesar de infortunios o inconvenientes más o menos tangibles. Alice, Lucía o Lucy, es lo mismo, además de poseer tesón y belleza física, transmite altas dosis de coraje y equilibrio. La actuación de Gene Tierney resplandece en credibilidad. Sabe desprender sensibilidad cuando toca y si lo que procede es fortaleza, melancolía, amor o soledad, incluso consigue que vayamos atravesando todos esos estados de ánimo. Muchas facetas, demasiadas, que se salvan muy meritoriamente.

Mankiewicz juega, dentro de un largometraje de ficción, entre la imaginación y la materialidad, con trucos tan desdeñados en el cine digital del siglo XXI como simples apagados de luces, fuerzas inexplicables, un cambio en el registro de voz…Pero el gran mérito es que el resultado es absolutamente verosímil. Estamos ante un efectismo que funciona. Y además, nos conmovemos con el destino de Lucy, de Martha, de Anna. Y por supuesto, también con el capitán Daniel Gregg, interpretado por Rex Harrison. Ese marino que aparece y desaparece a su antojo, que manipula decisiones, opciones y huidas. Ese hombre de mar que no debería estar ahí, pero lo está. La actuación puede resumirse como impecable y etérea, no podría ser de otro modo. Por cierto, ya que hablamos de actrices y actores, la chiquilla, Anna, aparece representada en su infancia por Natalie Wood, mujer de aciago destino y que consiguió tremenda popularidad a lo largo de toda su carrera. Basta con citar tres de las obras en las que intervino: Rebelde sin causa de Nicholas Ray (Rebel Without a Cause, 1955), Esplendor en la hierba de Elia Kazan (Splendor in the Grass, 1961) y West Side Story de Robert Wise y Jerome Robbins (1961).
Destaca lo mucho que se repite en la película la circunstancia de que ya se está en el siglo XX. ¿Recién iniciado? A propósito, nos gustaría resaltar que según el argumento del filme, sí que había literatura de mujeres, la referente a cocina y alguna otra banalidad diversa. También queremos comentar, con la boca torcida, la grácil manera que adoptaban las féminas para entrar al mar. Darse un baño en aguas saladas equivalía a equiparse de una forma similar a la práctica del esquí alpino en nuestros días. Y no hablamos de equivalencia en modas sino por la abundancia de prendas utilizadas para cubrir el cuerpo. La estupidez o mojigatería se remataba sin desprenderse de la bata y con el soporte de una gruesa cuerda a la que agarrarse con firmeza.

Como resultó habitual en su filmografía, el británico George Sanders interpreta a un tipo retorcido, a un dandi altivo que en un momento en concreto cruza por el camino de Lucy. Hablamos de Miles Fairley, un canalla que es vigilado atentamente por Martha (Edna Best). Siempre preocupada por el bienestar de la familia a la que ha decidido dedicar su vida, detecta peligros, escucha cuando interesa y cierra puertas si lo considera pertinente.
Estamos ante una gran obra, que probablemente nos hubiera horrorizado por cursi y melosa en su abordaje por casi cualquier otro realizador que no fuera Mankiewicz. Por cierto, antes de terminar este acercamiento, merecen un lugar privilegiado los fenómenos atmosféricos o meteorológicos, de gran importancia en el filme. Para rozar lo etéreo, qué mejor que la lluvia, las tormentas, el mar embravecido…Y metidos en aportaciones, no debemos olvidar a la quimérica banda sonora de Bernard Herrmann. Ambos elementos de la puesta en escena, esto es, la inestabilidad causada por el tiempo y la música, contribuyen de forma decisiva para que los espectadores se dejen envolver por territorios opacos, sin hacerse demasiadas preguntas. ¡Y qué más da que terminemos adorando a tenientes o capitanes, marítimos o terrestres! En realidad, todo queda en casa, aunque las dimensiones difieran bastante.
Tráiler:
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