De tragedias y castigos
Yorgos Lanthimos acaba de estrenar su último filme, El sacrificio de un ciervo sagrado, tras el magnético y apasionante Langosta (The Lobster, 2015), obra que consideramos una de las propuestas más inquietantes y originales que ha deparado la cinematografía mundial en los últimos tiempos. En esta ocasión, volvemos a recrearnos en el mundo propio del director griego, en su universo distópico en donde los rasgos más característicos que lo representan son perfectamente reconocibles. Nos enfrentamos a entornos en donde ánimos alterados actúan como si todo siguiera su evolución natural. Las criaturas de Lanthimos, más que movidas por su propia voluntad, se muestran dirigidas como meras marionetas por destinos o circunstancias inexplicables. En el presente largometraje, el protagonismo lo ejerce una familia formada por la madre, Anna, oftalmóloga (Nicole Kidman), el padre, Steven (Colin Farrell), que también se dedica a la profesión médica, en concreto a la cirugía cardíaca, y dos hijos, Kim, una chica adolescente y el pequeño Bob.
El realizador introduce la película, tras un plano sostenido en la negrura, con una operación de corazón casi en plano detalle. El músculo late y los hilos y las manos de los médicos van haciendo su trabajo, o no. Tras ello, seguimos, en un plano muy abierto focalmente, a un cirujano, concretamente a Steven, y a su anestesista, por los pasillos de un hospital. El recinto sanitario se presenta impoluto, prácticamente inmaculado por su brillantez y limpieza. La sensación de que estamos en un centro que cuenta con las mejores tecnologías y los más afamados profesionales nos embarga. Mientras los dos médicos se van acercando, la cámara se aleja sin dejar de registrar el momento. En ese instante, como no estamos especializados en ninguna rama relacionada con la ciencia médica, nos preguntamos, pero no nos asombran las respuestas que encontramos, sobre los rasgos que deben reunir los que se dedican a ciertos trabajos. Se acaba de intervenir a un humano “a corazón abierto”, a un ser vivo único, irrepetible, odioso o amado, inteligente o estúpido, aborregado o crítico, guapo o feo, alto o bajo, joven o viejo…; es lo mismo, una persona que probablemente deseará seguir viviendo, o cuanto menos, temerá el paso por no hacerlo. Y allí están en el pasillo, el cirujano y su anestesista, charlando sobre la cría de gusanos en África o sobre la capacidad de resistencia en el agua de sus relojes, tanto da. Precisamente, esa visión plácida sobre una realidad inquietante, introducida desde el primer fotograma, es lo que nos hace adorar a este realizador en cada una de sus propuestas.
Con un guion del propio Lanthimos y de su colaborador habitual Efthymis Filippou, vamos adentrándonos en la vida de nuestro protagonista y en particular, en la relación que mantiene con un joven, Martin, cuyo padre fue paciente suyo unos años atrás. Por el camino, conoceremos a la familia de Steven, y también a la que queda de Martin. No desaprovechamos tampoco la ocasión para saborear la interpretación que Nicole Kidman hace de Anna, la mujer de Steven y de paso, por si no nos habíamos enterado, de percatarnos que nos encontramos ante una gran actriz, capaz de reproducir los papeles que el director exige, a pesar de su categoría de “estrella” entre las “estrellas”. La actuación de Nicole Kidman no anda muy lejos del tono ofrecido por alguna de las hermanas de Canino (2009). Esta circunstancia resulta muy explícita en la extrema inmovilidad que se consigue en la realización del acto sexual. Por cierto, esto último, el sexo, es uno de los muchos elementos que se presentan escabrosos y retorcidos en la cinematografía de Lanthimos. ¿Hacemos el amor con anestesia general? Una disociación de mente y cuerpo que siempre se encuentra presente en todos sus filmes.
El director griego, con cinco largometrajes reconocidos oficialmente, también en este último nos sigue provocando con una inquietud que nos atrapa desde el inicio, en unas situaciones que destilan anormalidad y peligro. Y ello se apoya en gran parte en esa dirección de actrices y actores que se convierten en autómatas, en apariencias de muñecos manejados por hilos y que a pesar de estar a un metro de distancia, la frialdad que muestran los sitúa en siglos diferentes. ¿Se miran alguna vez? El hieratismo y la impasibilidad se apoderan de ellos, independientemente de que pueda llegar una violencia, más o menos brutal y sanguinolenta.
La puesta en escena se muestra muy cuidada y con preocupación máxima por reflejar un determinado ambiente. Para ello, se recurre a planos muy abiertos, también cenitales y abundantes travellings, que nos llevan a una sensación, ya no diríamos mágica, sino surrealista. Estamos ante una pieza esencial en el mantenimiento de la intriga y el desasosiego. Pero, después de todo lo comentado, debemos reconocer que algo ha fallado en esta ocasión. Consideramos que se trata del guion, precisamente, vaya casualidad, el apartado que se corresponde con el galardón que consiguió el filme en su estreno en Cannes. Para que la obra adquiera un sentido pleno por sí misma, sin necesidad de acudir a tragedias griegas externas, debería haber prescindido de alguna elipsis. Echamos de menos ciertas escenas que terminen de explicar lo inexplicable, lo que hace que el espectador se aleje de la trama; y ello, a pesar de que los elementos cinematográficos utilizados funcionan con gran potencia para que sigas interesándote por el largometraje hasta el final. Ya que acabamos de aludir a las tragedias griegas, la película, como su propio nombre señala directamente, está inspirada en el sacrificio de Ifigenia y en el castigo impuesto a su padre, Agamenón, por haber matado a un ciervo consagrado a la diosa Artemisa. La película de Lanthimos se presenta muy ambiciosa planteando profundos dilemas, pero nos deja con demasiadas incógnitas.
Ya se ha comentado las excelencias del hospital que abarca buena parte de las imágenes, un templo sanitario que haría las delicias de los usuarios de la Seguridad Social, al menos en España. ¿Las escaleras mecánicas le pertenecen…? También continúa la obsesión del realizador sobre la fatalidad del destino. Y nos preguntamos también por el protagonismo que adquiere en la obra el sentimiento de culpa. Creemos que ninguno. Llegamos a descender al mismo infierno mientras continuamos el camino con aparente normalidad, que la reproducción es libre.
La culpa no tiene importancia, pero sí el castigo, su inevitabilidad, la necesidad de expiación a través del dolor. Y vaya que casualidad, otra vez en poco tiempo hemos de elegir entre papá o mamá. Al respecto, recordamos la reciente Handia de Jon Garaño y Aitor Arregi, producción del año pasado, o la ya más lejana, La decisión de Sophie (Sophie’s Choice) del realizador Alan J. Pakula en 1982.
Colin Farrell, como en Langosta, realiza una actuación muy similar: hierática, impasible hasta la extenuación, alucinando y dando la impresión de que su personaje se observa a sí mismo desde fuera. Esa una sensación de desdoblamiento que parece no querer dar credibilidad a los sucesos. ¿Un mecanismo de pura supervivencia? Y aquí volvemos al principio, a que Yorgos Lanthimos se perfila como un magnífico director de actores, consiguiendo que reproduzcan en todas sus obras su particular visión distópica del universo. Ya hemos dicho, criaturas que no se miran, que apenas hablan, que cuando lo hacen tratan de banalidades mientras, sin prisa pero sin pausa, se va formando la tormenta perfecta. La película nos regala impagables cuadros surrealistas, como la del padre arrastrando la silla de ruedas del hijo por los pasillos de ese “precioso” hospital, o al personaje que interpreta Kidman mirando al vacío mientras masturba a un tercero. Tampoco nos olvidamos de la escena en la que Dios en el filme, o su enviado, “obliga” con amabilidad a visionar el largometraje Atrapado en el tiempo (Groundhog Day, 1993), más conocido como El día de la marmota. La cámara se detiene ante los dos personajes, que impasibles, parecen observar las imágenes, mientras seguramente se encuentren a años luz de aquella proyección y hasta de la habitación en la que se ubican.
Queremos destacar igualmente la alta presencia en las escenas de exterior, en donde consigue su protagonismo la ciudad de Cincinnati (Ohio). Precisamente, nuestro querido hospital se encuentra en dicha ciudad, The Christ Hospital, un centro que se incluye entre los cincuenta mejores de Estados Unidos en distintas categorías. Y tampoco olvidamos la forma muy hanekeniana de Lanthimos para introducirnos con su objetivo en la cámara de los horrores, con esos planos previos de la casa en la que se desarrollan. Miedo, incertidumbre sensación de persecución y acecho, de ser objeto de una caza larga y muy meditada. Todo eso nos traslada el filme y la estupefacción no se abandona nunca.
Yorgos Lanthimos sigue siendo único, aunque cambie su país de origen por otros lugares y sus actores por “estrellas”, ante la oportunidad que le ha dado la fama. Al final, nos quedamos con la sensación de haber asistido al último capítulo de ese mundo distópico que el griego nos viene ofreciendo desde Kinetta, su primer largometraje (2005). Permanecemos atentos a la espera del próximo episodio.
Tráiler:
Dejar un comentario