Manipulación. Una clase magistral
Desde 1989, el director de Michigan, Michael Moore, lleva realizando documentales. Con ellos ha contribuido a romper moldes del género. El filme que consiguió mayor repercusión y celebridad, gracias también al Óscar que se le concedió, fue Bowling for Columbine (2002). Se centraba en la facilidad que existía y existe en su país para la posesión de armas de fuego. Desde el principio, el realizador estadounidense no dudó en utilizar recursos sensacionalistas para acercar sus mensajes al público. Si tenía que salir a la calle, lo hacía; si necesitaba provocar la noticia, no tenía reparos en ir a su encuentro y elaborarla; si para resistirse al poder debía recurrir a malabarismos de trasparencia, pues a por ello, aunque hubiera de apoyarse en ficción; si el mismo autor tenía que tomar el protagonismo, se asumía con gran alborozo. Sin rubor alguno, se guiaba al espectador por el camino que Moore anhelaba que transitara. Mientras se denunciaba en esa particular forma de documental en acción, jamás era olvidada la importancia del humor, con independencia de tener que llegar a la burla o caricatura.
Con los años, esa particular manera de convertir un documental en crítica mezclada de seriedad y divertimento, ha ido degenerando y devorándose a sí misma. Y ya no, Mr. Moore. Ya no acudiremos raudos a su próximo estreno. Las últimas obras del director consiguieron dejarnos muy recelosos y titubeantes sobre el real alcance y calidad de lo que estábamos observando. Por ejemplo, en la última que tuvimos ocasión de visionar, ¿Qué invadimos ahora? (Where to Invade Next, 2015), nos alteró bastante el sistema nervioso. Michael Moore, como cualquier otro dirigente americano de su país, se permitía el lujo de darse una vuelta por algunas naciones de Europa (y también Túnez). Y llegaba a la conclusión de que las ideas que sus compatriotas habían parido y no aplicaban, eran precisamente las que se estaban ejecutando en el viejo continente. Con estupor, recibíamos lecciones de lo magnífica que era la legislación laboral italiana, lo equilibrado que comían los escolares franceses, el inconmensurable sistema educativo que poseían los finlandeses, la gratuidad infinita de la universidad en Eslovenia…O los alemanes, asumiendo con estoicismo su lamentable pasado. Y no nos olvidemos del sistema carcelario noruego o los benevolentes que son los portugueses con sus drogadictos. También el poder femenino islandés y la capacidad de sus tribunales para condenar a banqueros corruptos en masa. Pasamos ya un tupido velo con lo de Túnez. Insulta nuestra dignidad, ya no digamos inteligencia, que el realizador estadounidense nos restriegue el maravilloso sistema que posee el citado pueblo africano. Además de haber conseguido librarse del dictador, ha obtenido la igualdad entre hombres y féminas. Qué más da si los maridos siguen decidiendo lo que sus mujeres deben ponerse o no en la cabeza, o que la constitución se limite a señalar que “se tratará de fomentar la igualdad de sexos, siempre dentro de su ámbito y responsabilidad”.
Michael Moore se metió en la boca del lobo con ¿Qué invadimos ahora?, acercándose demasiado con sus presuntas verdades a los lugares en donde se desarrollaban los hechos. De Europa algo sabemos: de sus elevadas tasas de paro; de sus bajos salarios, aunque se dividan en muchas pagas; de su sanidad pública pero no inmediata; de la cada vez más acusada diferencia entre clases sociales; del acaparamiento del mercado por cuatro multinacionales; del elevado porcentaje de suicidios en los países nórdicos. Y ni todas las mujeres, aunque sean islandesas, buscan el bien común, ni todos los presos estadounidenses son afroamericanos.
Recibíamos emocionados los primeros documentales de Moore. Unos largometrajes, agárrense, realizados por una persona, de nacionalidad estadounidense, que hablaba mal de su propio país e intentaba ir a la búsqueda y denuncia de corruptelas varias. Sí, un ciudadano que a lo mejor dudaba de que su nación era la elegida por el eterno para liderar y de paso someter al resto del planeta. Pasábamos un buen rato con unas películas que no se limitaban a poner en boca de su autor, sino también en la de sus enemigos ideológicos, lo que querías escuchar.
Pero los años han ido pasando y las inclinaciones de Michael Moore a conformar los hechos según su propia conveniencia se han incrementado exponencialmente. Es triste sentirse manipulado mientras nos encontramos observando lo que precisamente nos gustaría que nos contaran. Resulta patético, pero el realizador se ha terminado por convertir en el icono mismo de la subjetividad. Se ha elevado en maestro para elegir aquellos momentos, frases o acciones que magnifiquen su discurso. Y no importa si hay que cortar, sugerir o acallar voces. En cualquier caso, esto último va a terminar resultando un recurso innecesario. Cualquier ser humano en sus cabales no debe darle la oportunidad de que juegue con sus declaraciones, las recorte, las altere o adultere como le venga en gana.
Con el título de esta obra, el cineasta se entretiene con los números de la denominación de la película que le valió la Palma de Oro del Festival de Cannes de 2004: Fahrenheit 9/11. En esta ocasión, en el filme del 2018, la fecha hace referencia al día del 2016 en que Donald Trump fue declarado presidente electo de su país. Centrándonos en esta última realizada, su principio no augura nada bueno. Lo burdo y hasta lo grosero se asoman de inmediato, sugiriendo veladamente (nos ahorramos la sutileza), de la posible existencia de ciertos abusos sexuales paternos. Y se apoya en imágenes, frases del protagonista sacadas de contexto o insinuaciones fotográficas o verbales del mismo director. Y ahí teníamos que haber abandonado la sala. Por desgracia, aguantamos hasta un final que se atreve a comparar a Trump con Hitler, por un recorrido histórico que no superaría cualquier examen elemental de historia contemporánea. Y para rematar, por si no había ya suficiente, no podía faltar el bla, bla, bla del realizador, intentando explicar lo que había mostrado, por si nos habíamos perdido alguna circunstancia. Una explicitud que espanta. Nos sentimos hasta insultados con esa manera de intentar dirigir nuestros pensamientos y conclusiones.
El filme, en un principio, se anuncia como un documental sobre la campaña y la presidencia de Donald Trump. Un señor al que al parecer todos y todas odian; ese millonario que se metió en política para divertirse, según suponen, y acabó en la Casa Blanca. Un hombre que conectó con las masas americanas procedentes de la “América profunda”, adjetivo que por cierto, estamos hartos de escuchar. Pero con los años, Moore se ha convertido en un ser disperso y navegamos (nunca mejor dicho), desde la supuesta vida privada del presidente, a las aguas contaminadas de una población de Michigan, Flint, la natal de Moore; desde el racismo todavía vivo hasta una huelga de profesores por mejores salarios y derecho a la obesidad. Ciento treinta minutos de mensaje manipulador.
Lo más descorazonador es que posiblemente muchas de las denuncias efectuadas se correspondan con lo ocurrido o lo que sucede en la realidad. Pero las formas pierden. La subjetividad se impone mientras que el contraste de informaciones brilla por su ausencia. Sí, ya conocemos lo de las armas de la Asociación Nacional del Rifle, lo de la sanidad no pública, lo del racismo latente o imperante…Pero no se puede meter todo ese material inflamable en el mismo saco, batirlo y vomitarlo como nos venga en gana. Y lamentablemente, vemos que lo buscado con ello es adoctrinar. Por ejemplo, Moore nos informa, escandalizado, que los jueces del Supremo que están siendo elegidos por los republicanos lo son vitaliciamente. Sí, eso es cierto, pero omite que ese carácter también lo ostenta cualquier juez de ese órgano seleccionado por otro partido. Al menos, los norteamericanos tienen la suerte de no tener que aguantar puestos ya no solo vitalicios, sino también hereditarios.
No escapa que Michael Moore no deja a político sin disparar (antipático verbo para su utilización dirigiéndose a aquellas tierras). Es lo mismo el tinte político, si de quien hablamos forma parte de los grupos de poder o dominantes, el denominado establishment en lengua inglesa. Mientras se bucea en esos parajes, hasta humilla la utilización de cualquier recurso, por pequeño o insustancial que pueda parecer, para ahondar en la tendenciosidad. Sirva como muestra el color utilizado, que juega a claros u oscuros, a brillos o penumbras, según guste o disguste lo que se está proyectando. Por otra parte, llega un momento en que pensamos que nos habíamos librado de la continua presencia en pantalla del director. Pero no. Las oportunidades que tiene para ello no son desaprovechadas.
En fin, las formas pueden malograr verdades eternas. Y en eso estamos. Gran mérito el de Michael Moore. Ha conseguido que desconfiemos de todo, absolutamente de cualquier elemento que muestra e intenta dirigir en su largometraje. Por si acaso.
Tráiler:
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