FESTIVAL DE VALLADOLID 2017

62 SEMINCI

Breve análisis de largometrajes en la Sección Oficial

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Recién llegados del último Festival de cine de Valladolid, nos gustaría hacer un breve y somero análisis de muchos de los largometrajes exhibidos en la Sección Oficial a concurso. La mayoría han presentado un nivel aceptable, rodeados por un público incluso más numeroso que en anteriores ediciones y con una notable ausencia de muchos de sus autores. El orden escogido no aporta dato alguno de relevancia.

Empezaremos con Libertad (Freiheit), película alemana dirigida por Jan Speckenbach. Una mujer, Nora, decide abandonar a su familia, a su pareja y a sus dos hijos, sin explicación aparente, y a lo largo de dos años, recurriéndose a un largo flashback, se adentra en una especie de película de carretera que le hace transitar por Berlín, Viena o Bratislava. Con dos historias paralelas, la del marido y la de la protagonista, una decisión incomprensible se queda en eso, en lo que sugiere de búsqueda el propio título, sin que penetremos en otras argumentaciones posibles. Ello hace que el espectador se vaya alejando del filme, a pesar de su correcta puesta en escena. Destacaríamos, a pesar de todo, esa mirada hacia la Europa insolidaria y racista que estamos soportando, además de su ininteligible final, el único posible.

La realizadora británica Sally Potter entusiasmó en el Festival con su obra The Party, un largometraje que con solo  71 minutos consigue un retrato ácido, irónico y muy divertido de un microcosmos contemporáneo. La reunión de unos pocos amigos para celebrar el nombramiento como ministra de uno de ellos le sirve como marco para realizar un sainete genial, que se desarrolla prácticamente en tiempo real. Tragedia y comedia se dan la mano, mientras con unas interpretaciones excelentes se van tipificando caracteres muy definidos. No en vano, se cuenta con actores y actrices como Patricia Clarkson, Bruno Ganz, Emily Mortimer o Kristin Scott Thomas.

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De forma excepcional, se exhibió en esta Sección una película de carácter documental, la alemana Marea humana (Human Flow), del realizador chino Ai Weiwei. Su inclusión se argumentó por la dirección del Festival en el carácter necesario de la obra para la denuncia de la situación de más de 65 millones de personas que en todo el mundo se han visto obligadas a abandonar sus hogares por cuestiones climáticas, de pobreza, bélicas, raciales o religiosas. Estamos ante un potente filme que recurre a bellas imágenes cenitales para abordar la miseria existente en muchos campos de refugiados de más de veinte países. Una denuncia desde la generalidad convertida en una mirada global.

Precisamente, ahondando en la acusación de ese camino infame que tienen que soportar los que escapan del horror de sus tierras de origen, se contempló la película turca Daha, del director Onur Saylak. Centrándose en las mafias que trafican con los sirios que intentan huir del universo insoportable en que se ha convertido su país de origen, consigue elaborar una obra tan dura, que paradójicamente, como documento de denuncia resulta más impactante desde la ficción que la surgida de la realidad, la comentada anteriormente Marea humana.

Procedente de Japón, se proyectó el filme Hacia la luz (Hikari), de Naomi Kawase, a quien ya tuvimos ocasión de saborear en la edición de hace dos años, con su obra Una pastelería en Tokio (Un, 2015). En esta ocasión, no nos ha convencido y el largometraje nos ha parecido que transitaba por una fina línea, entre la sensiblería y la cursilería, manteniendo su tono melancólico. Con una fotografía de colores intensos y una estética preciosista, relata la relación que se origina entre un fotógrafo que está perdiendo la vista y una joven dedicada a la descripción sonora de películas para invidentes.

La veterana realizadora polaca Agnieszka Holland, nos ha deparado empáticos y entretenidos momentos con su obra El rastro (Pokot). En ella, una mujer madura, amante de los animales, de la astrología y dedicada parcialmente a la enseñanza del idioma inglés en una escuela, debe enfrentarse a fuerzas muy poderosas en una población rural situada entre Polonia y la República Checa. Con decisiones excéntricas y arriesgadas, disfrutamos con ese calvario que se infringe a aquellos que no respetan la dignidad de cualquier ser vivo, haciendo fiesta y jolgorio con su sufrimiento y muerte.

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Procedente de Francia, pudimos observar el filme Jeune femme (Montparnasse bienvenüe), de la directora Léonor Serraille. Su protagonista, Paula, deambula errática por París, en una búsqueda existencial que nos resulta superficial y cansina, en una simple sucesión de escenas que no trascienden ni desprenden emoción, a pesar de la vivacidad que pretende desencadenar la actriz principal, Laetitia Dosch. Lamentablemente, la película se centra en el confuso y nada sugerente futuro de su personaje, mientras que intuimos que lo interesante hubiera sido ahondar en ese pasado que ha desembocado en la soledad y aparente fracaso del presente.

Soy un rayo de sol en la tierra (Me Mzis Skivi Var Dedamicaze), fue la propuesta suiza que pudimos visionar, de la directora Elene Naveriani, de origen georgiano. Estamos ante una modesta obra, rodada en un sucio blanco y negro. Se sitúa en Tiflis, por ambientes donde se mueven prostituta o emigrantes ilegales. Amargo relato sobre la pobreza y la invisibilidad, en búsqueda de aquellos sueños que se asemejan imposibles. Con todo, consigue que nos empapemos del miedo, la violencia y la dignidad que arrastran sus personajes.

Como nuestros padres (Como nossos pais), de la realizadora brasileña Laís Bodanzky, llegó la película que consiguió indignarnos. Envuelta en una pretendida reivindicación feminista ante las tareas de las que en pleno siglo XXI se tiene que seguir todavía ocupando la mujer (además del trabajo, del cuidado de los hijos, de la alimentación de la familia o de la limpieza del hogar), los giros de guion que van apareciendo nos producen verdadero espanto. Después de mucho bla, bla bla…, de demasiado ir y venir, resulta que se llega a la conclusión de que la liberación femenina se alcanza acercándose a la malignidad de los varones, y más claramente, en la falta de honestidad en materia sexual. Y no importa que nos sigamos ocupando de los niños, de un trabajo que no satisface, de continuar desempeñando el papel de criadas atentas a los deseos masculinos…No, todo eso no importa si conseguimos echar una cana al aire. Lamentable.

La otra película brasileña incluida en la Sección Oficial fue Gabriel y la montaña (Gabriel e a montanha), del director Fellipe Barbosa. El protagonista, antes de continuar con sus estudios en la universidad, decide tomarse un año sabático visitando el mundo. El largometraje, basado en hechos reales, se centra en el periplo transcurrido por el continente africano. Estamos ante una película de aventuras, bien realizada, pero que todavía nos preguntamos qué pintaba en este Festival y en esta Sección. Además de no entender muy bien las razones que mueven al protagonista, dando tumbos entre viajero y turista, el filme elimina cualquier intriga posible, al empezar por su final.

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El cine estadounidense estuvo representado por The Rider, de la realizadora china Chloé Zhao. Situándonos en la América rural, en el estado de Dakota del Sur, seguimos las vicisitudes de un joven vaquero que tras un accidente, tiene que replantearse su futuro fuera del mundo de los caballos. No disfrutamos en absoluto con esta relamida historia, que pretende crear un mundo poético alrededor de los equinos, mientras nos percatamos de la falta de educación y el machismo dominante  por aquellos lugares.

Afortunadamente, llegó el filme El insulto (L’Insulte), del libanés Ziad Doueiri. Nos pareció un maravilloso alegato a favor del diálogo y el respeto al diferente. Partiendo de una estúpida riña entre un cristiano libanés y un refugiado palestino en Beirut, se hace una disección que sabe mostrar el grado de estupidez que podemos alcanzar los humanos. Religión, razas, políticos y tribunales llegan a intervenir por un encontronazo majadero que en realidad, encerraba y arrastraba demasiados odios y rencores difíciles o casi imposibles de cerrar.

También hubo suerte con la obra islandesa que nos acompañó en la Sección, Bajo el árbol (Undir trénu), del director Hafsteinn Gunnar Sigurðsson. Estamos ante una atractiva película dramática envuelta en un humor negro que nos ha recordado a Álex de la Iglesia. Riñas vecinales y separaciones matrimoniales se llevan al límite hasta alcanzar lo esperpéntico y surrealista. ¿Porqué son siempre precisamente los niños y los animales los que tienen que soportar los egoísmos y trastornos de los humanos mayores? Lo alucinante es lo que confirmó el director en la rueda de prensa en el Festival, al señalar que situaciones como las que se viven en la película no están tan alejadas de la realidad en su país.

De la República Dominicana tuvimos la ocasión de ver la obra del director José María Cabral, Carpinteros, un interesante drama carcelario, en toda su dureza, que sabe rodearse de cierto realismo mágico. Para poder apreciar este filme, entendemos que hay que despojarse de prejuicios y estar atentos a lo que realmente creemos que quiere abordarse, y no es más ni menos que una historia de amor desarrollada en un lugar imposible. Entre tanto, no se pierde el tiempo y entramos en la cultura de la violencia ejercida por el más fuerte, contra todos y todas, del analfabetismo, del atraso en infraestructuras y del abuso policial. Frente a todo ello, la imaginación y el instinto de supervivencia no descansa y sabe encontrar sus resquicios.

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La obra Sweet Country, del australiano Warwick Thornton, se trata de una correcta película de vaqueros situada en Australia tras la Primera Guerra Mundial. No faltan caballos, armas, cabañas, ganados y sobre todo, mucho odio racial con desprecio y abuso de la población aborigen. Recorriendo paisajes inmensos, el filme encierra una inesperada sorpresa final, que termina con el quiero y no puedo.

Otro momento destacable vino con la película procedente de Israel, Foxtrot, de Samuel Maoz. En la misma, un matrimonio debe pasar el penoso trance de recibir la visita de funcionarios del ejército, para comunicarles que su joven hijo acaba de morir en esa guerra interminable y desigual que se mantiene entre el pueblo judío y el palestino. Este asunto tan doloroso de la pérdida de un hijo, ya ha sido abordado en numerosos momentos por la historia cinematográfica. En esta ocasión, el realizador sabe sorprender con un punto de vista que borda el surrealismo y el absurdo total. Estamos ante una obra que se apoya en un guion muy sugerente y que sorprende hasta su final.

Por último, queremos hacer un breve comentario sobre el largometraje polaco Los pájaros cantan en Kigali (Ptaki śpiewają w Kigali), de los realizadores Joanna Kos-Krauze y Krzysztof Krauze, tan desacertada en su largo título como en el contenido de toda la obra. Esperábamos mucho de esta pareja polaca, al guardar un especial recuerdo de su anterior filme, Papusza (2013). Lamentablemente, Krzysztof falleció en el 2014, cuando ya trabajaban en esta última película, por lo que nos quedamos con la duda de si la calidad se la llevó con él. Los pájaros cantan en Kigali se centra en el genocidio de Ruanda, pero todo se cuenta de forma inconexa, a medias, con interpretaciones erráticas y dejando la sensación de que se ha trabajado sin un guion previo. Una pena.

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