LA MUERTE DE LUIS XIV

¿La muerte iguala?

Título original: La Mort de Louis XIV Nacionalidad: Francia Año de producción:  2016 Dirección: Albert Serra Guión: Thierry Lounas, Albert Serra Producción: Coproducción Francia-España-Portugal; Capricci Films / Andergraun Films / Rosa Filmes, Bobi Lux Fotografía: Jonathan Ricquebourg Música: Marc Verdaguer Reparto: Jean-Pierre Léaud, Patrick d'Assumçao, Marc Susini, Bernard Belin, Irène Silvagni Duración: 115 min.Hace unos pocos días que tuvimos la oportunidad de ver la última película del realizador catalán Albert Serra, y nos resulta imposible, por el impacto que nos produjo, el borrar sus imágenes, el conjunto de todos y cada uno de los fotogramas que conforman una puesta en escena que en su originalidad, consideramos que prácticamente alcanza la genialidad de convertirse en inolvidable.
La historia de la obra, ya la habrán escuchado ustedes, se centra en los últimos días de Luis XIV, postrado en sus aposentos por una gangrena que va apoderándose lentamente, pero sin pausa, desde la pierna a todo su cuerpo. Estamos hablando del Rey Sol (1638-1715), el monarca francés que empezó ya a los cinco años, cuando murió su padre, a presidir determinadas ceremonias oficiales, y desde su consagración al trono en 1654, con dieciséis años, hasta el fallecimiento, consiguió la identificación plena de su persona con el estado, en el sentido de que el soberano se erigió como única fuente de la organización política absolutista de la sociedad, como el representante de dios en la tierra y único responsable en manejar el derecho y la fuerza, la ley y la guerra, sin tener que responder por ello ante ningún ser vivo. No en vano, ha pasado a la posteridad aquella frase que pronunció ante el Parlamento de París el 13 de abril de 1655, directa y sin retórica alguna, al objeto de que sus edictos se aprobaran sin reparo por los parlamentarios: “ El Estado soy yo”.

La muerte de Luis XIV. Foto 1

Albert Serra, sin salir de la cámara del rey y estancias adyacentes, apenas sugeridas o mostradas en veladas dosis, organiza un retrato de la época y del lugar en donde se desarrolla la trama, el Palacio de Versalles, que en realidad nos da igual que corresponda o no en mayor o menor medida con la realidad histórica del momento. Modales, conductas y vestimentas nos las creemos, quedamos impactados por ellas, y ello ya es más que suficiente. No necesitamos ningún aliciente adicional para disfrutar a lo largo de aproximadamente un par de horas con la agonía de un rey, cada vez más maltratado por sus dolores internos, estado que se refleja con maestría, en una decadencia lenta pero evidente, de un soberano encarnado por el mítico actor francés Jean-Pierre Léaud, desde su interpretación del papel de Antoine Doinel de Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups), de François Truffaut (1959). Luis XIV no era precisamente ajeno al padecimiento físico. Desde su mismo nacimiento, ocurrido diecinueve años más tarde del casamiento de sus padres Luis XIII y Ana de Austria, y conocido por ello como el Diosdado (el “Dieudonné), había padecido diferentes crisis de salud, desde el tifus, operaciones de fístula, ataques de gota, migrañas y fiebres varias. Acostumbrado a lidiar con el sufrimiento físico, y consciente de su poderío y obligaciones, en el retrato que hace el realizador Serra de sus últimos días no se le escapa el reflejar sus esfuerzos por intentar continuar con sus responsabilidades, procurando tomar decisiones de calado, integrarse en fiestas cortesanas, acudir a reuniones ministeriales, o esforzarse en tomar alimentos para reunir la fuerza suficiente que le permitiera participar en dichas actividades. Uno de los mayores aciertos del filme, atribuible, creemos, tanto al director como al protagonista, es la lentitud con la que la enfermedad se hace patente en rostros y maneras del soberano, sin saltos bruscos en la intensidad de la gravedad, sino, por el contrario, a través de una actitud vital cada vez más ausente, hasta una total y plácida desaparición.

La muerte de Luis XIV. Foto 2

Y este rey, modelo sublime del absolutismo supremo, no estuvo solo, claro que no, en sus últimos días en esta tierra de la que él se consideraba dueño supremo. Le rodean, en un permanente entrar y salir de su dormitorio, una camarilla de ministros, sirvientes, leales servidores, condes, duques, marqueses, religiosos varios, entre ellos cardenales, por supuesto, y sobre todo, doctores en medicina, todos muy ignorantes todavía sobre el funcionamiento del cuerpo humano, y entre ellos, algún charlatán de curas milagrosas con pócimas de semen y grasa de rana. No nos sorprende en absoluto la situación, a tres siglos vista, teniendo en cuenta el momento actual de la sanidad pública y privada, así como del limitado conocimiento sobre muchos de los males que nos aquejan a los humanos, cuya verdadera idiosincracia se esconde con términos o cajones de sastre globales, que de pura repetición y utilización como salvaguarda de ignorancia, ya forman parte de iconos colectivos. Si a ustedes no les han diagnosticado estrés, fibromialgia, depresión, trastorno bipolar o colon irritable, por ejemplo, deberían considerarse demasiado afortunados.
No llama la atención, y se recoge en toda su amplitud, el servilismo imperante en todas las clases sociales, ante un individuo al que se le han dado las prebendas del poder total, pero que, al fin y al cabo, es incapaz de ocultar, y así se muestra, su naturaleza humana, y con ello, impotente en esconder el sufrimiento ante el dolor y la enfermedad; efectivamente, una persona al que su real dignidad no le puede evitar el camino de la degradación física, como a todos los demás, a pesar de que posea unos intestinos de tamaño descomunal.

La muerte de Luis XIV. Foto 3

Precisamente, a consecuencia o como resultado del poder absoluto del monarca, se resalta también el temor ante sus reacciones, que pueden afectar, simplemente por su real gana y deleite, a cualquier vida y hacienda ajena. El miedo de los doctores a tomar cualquier decisión que a la postre pudiera resultar errónea, es palpable y evidente, y probablemente y de forma paradójica, le costó la vida al soberano en aquel preciso momento.

La fotografía es uno de los puntos fuertes del filme, unos tonos oscuros, mortuorios, de carácter casi apocalíptico, con destacados contrastes rojizos, y que se consiguieron con la combinación de iluminación fija y móvil, obteniendo una visión intermedia que permite mostrar, pero sin terminar de retratar.
La ausencia de música en la mayor parte de la película, hace que sobresalgan en mayor medida los murmullos, aquellos que rodean la estancia del monarca, murmullos que intentan ser agradecidos, que aplauden si el rey saborea una uva, o que reaccionan con deleite si consiguen hidratarlo o intentar sanarlo, lo desconocemos, con vino de Alicante; sí, aunque las zonas vinícolas españolas han evolucionado mucho y positivamente, a lo largo de los años, no estamos improvisando elementos inexistentes en el filme, o recurriendo a la ciencia ficción. Volviendo a la música, destaca la elección de la Gran Misa en do menor de Mozart, mientras el Rey Sol mira a la cámara en el ocaso, proyectando mentalmente su propio destino.

La muerte de Luis XIV. Foto 4

Volvemos al sabio reflejo de la adoración, la constante atención, la movilización de recursos varios de toda clase y estamentos, para que nuestro dios en la tierra quede atendido desde cualquier frente: el de compañía, el de servicio, el festivo, el alimenticio, el médico, y por supuesto, el religioso. Y llama la atención los celos y el desprecio que ya existían, y siguen existiendo en la actualidad, entre las diferencias de clases, de formación o de acceso a saberes mayores. Ello viene a cuenta de las rencillas entre los distintos especialistas en la curación del cuerpo humano, los procedentes de la facultad de medicina, los propios de cabecera del monarca, y no hablemos ya del charlatán mayor del grupo, el más valiente por cierto, a la vista de su destino.
Estamos ante una maravillosa filmación, contenida, atinada, sobrecogedora, que deja paso a la reflexión sobre la veneración extrema de cualquier líder, en especial a aquellos cuyos únicos méritos para alcanzar sus cargos y privilegios, son los de salir del vientre de su madre. Descanse en paz Luis XIV, y todos aquellos monarcas que llegaron ellos mismos y sus descendientes por simple nacimiento, a la gloria de por vida. Y, vaya, que casualidad, encontraremos mayores ejemplos de género masculino, que ya se ocuparon de idear una ley sálica que les daba preferencia sobre las mujeres, norma, que por cierto, continúa aplicándose con la constitución española de 1978. Ah, y no nos olvidamos que gracias a dicha desigualdad, soportamos en la actualidad a un rey, y no a la reina que correspondería si no hubiera tenido la desgracia de nacer mujer. A ver si alguna vez terminamos de llegar a entender y a aplicar que el respeto y la consideración a las personas debe producirse, desde su inicio, por lo que llegan a realizar en vida, y no por lo que la vida les otorga únicamente por el nacimiento.

Tráiler:

Dejar un comentario