¿Todo vale?
Nos acercábamos a este filme belga, del director Joachim Lafosse, habiendo escuchado que planteaba un dilema moral en que el realizador no tomaba partido, basado en unos hechos reales ocurridos en un país africano, con la intervención de una ONG francesa, Sud Secours. Y lamentablemente, a los diez minutos del inicio de la proyección, ya nos damos cuenta que los hechos no nos van a plantear ningún dilema moral, sino que producen, de manera directa, asqueo y pura vergüenza. Porque en esos diez minutos, ya nos enteramos de que una organización humanitaria francesa parapetada en una simulada denominación inglesa (Move for Kids), pretende reclutar a niños africanos de menos de cinco años (para qué vamos a dejar de ser exigentes con la mercancía), con el objetivo de trasladarlos a la madre patria, para su adopción. Y la operación se realiza, no solo con menosprecio e indiferencia a leyes nacionales e internacionales relativas a las estrictas normas de adopción en la infancia, sino además, mintiendo y ocultando a los propios africanos, a sus representantes tribales o miembros de la comunidad a la que pertenecen los críos, sus planes y el destino real de los niños.
Joachim Lafosse, autor de obras como Propiedad privada (Nue propriété, 2006) o Perder la razón (Á perdre la raison, 2012), que consiguió con Los caballeros blancos la Concha de Plata al Mejor Director en el Festival de San Sebastián del 2015, nos exhibe los acontecimientos mediante una puesta en escena que se pretende descuidada, sucia, nerviosa y desenfocada. Ello deriva en situaciones muy calientes en donde, paradójicamente, el ambiente se dibuja frío y los personajes parecen todos ellos lejanos, no despertando empatía o disgusto alguno, incluido el jefe de la agrupación gala, interpretado por el famoso actor francés Vincent Lindon. Transitamos por un paisaje desértico y desolador, que no cambia por muchos kilómetros recorridos en avión.
El guion es obra del propio director, de Thomas Van Zuylen y de Bulle Decarpentriers, y se basa en los acontecimientos protagonizados por la asociación francesa El Arca de Zoé en el año 2007, a cuenta del tráfico ilegal de niños en Chad, y en donde, por cierto, acabaron implicados algunos ciudadanos españoles, con hazaña supuestamente heroica de un presidente de república coetáneo. Tráfico infantil, intercambio humano a cambio de unos cuantos euros, mafias poderosas, pobreza extrema, contradicciones personales y desavenencias dentro y fuera de los microcosmos exhibidos, son temas que se recorren a lo largo del filme, en un viaje alucinante y revelador, acompañado por una impactante música electrónica, obra del alemán Sascha Ring, conocido artísticamente como Apparat.
Ya hemos adelantado que el protagonista, Jacques Arnault, está caracterizado por Vincent Lindon, que a pesar de no despertar fascinación alguna en sus correrías, sí que logra componer la figura de un hombre carismático, complejo e implicado incondicionalmente en sus aberrantes propósitos. Lindon, junto con el guion, sin concesiones, y la descarnada puesta en escena, contribuye a la naturalidad del conjunto de la película, en una propuesta incómoda y sin asomo de búsqueda de la taquilla. Mención especial merece la interpretación de Valérie Donzelli como Francoise Dubois, encarnando a una periodista en la misión de dejar constancia de los acontecimientos. Resulta una lúcida reflexión sobre el periodismo, su profesionalidad, sobre la necesidad de establecer una barrera infranqueable entre los hechos y los propios sentimientos.
La ley, la legalidad, las normas que nos rigen, a veces nos complacen y otras nos disgustan, pero las cumplimos, al menos por lo coercitivo del castigo en caso contrario, y ya sabemos la forma de cambiarlas, aunque a veces nos desesperemos con ese voto inútil a políticos que ya han aprendido a robar, o están en el camino. La película nos ha recordado a la del director Fernando León de Aranoa, Un día perfecto (2015), por la coincidencia en ocupaciones de sus protagonistas (cooperantes), por el ambiente bélico terroso y desolado (En un caso Bosnia en 1995, en otro Chad en 2007), incluso por la interrelación entre extranjeros y población local; pero si bien el filme del español León de Aranoa no nos cautivó cinematográficamente al ser incapaces de llegar a descubrir qué es lo que realmente se nos pretendía contar, en la de Joachim Lafosse, en Los caballeros blancos, sí que nos atrae su estilo pretendidamente documental, frío, con una cámara en mano que en efecto no toma partido, aunque desagrade en particular precisamente esto último, que los hechos no lleguen a posicionar desde un primer momento, en defensa de derechos humanos básicos, de protección e igualdad en un sistema de valores que pretendemos haber impuesto para avanzar con el máximo respeto y amparo, especialmente con minorías y desprotegidos. Es triste que no cause de partida el menor sonrojo, las situaciones en que todo lo anterior queda antepuesto a nuestras necesidades, economías o antojos, íntegramente envuelto en la máxima hipocresía y con un discurso que intenta elucubrar acerca de la justificación de los medios por los fines. Y nos quedamos con el sinsabor de haber contemplado la estampa de los nuevos negreros, aquellos pertenecientes al mundo económicamente desarrollado del siglo veintiuno que intentan raptar a los menores, pero que comparten la responsabilidad en las decisiones de levantar muros cada vez más altos y más largos, para abandonar a su mala suerte a los mayores.
Tráiler:
[…] la Concha de Plata al Mejor Director en el referido certamen en su Sección Oficial, por el filme Los caballeros blancos (Les chevaliers blancs, 2015), en donde narra los acontecimientos que tuvieron lugar en el año […]