Supervivientes
Barry Jenkins, realizador estadounidense de Moonlight, hasta la fecha, únicamente era conocido por su largometraje del 2008, Medicine for Melancholy, un drama independiente en el que ya indagaba acerca de la identidad racial afroamericana. Y de personajes de raza negra también se centra esta película, lo que, dejando aparte la calidad de la obra, de la que posteriormente hablaremos, ha cuadrado perfectamente con las intenciones de la Academia de Cine de Estados Unidos para que no se repitieran las críticas que recibió el año pasado, al tacharla de racista por prácticamente excluir de la lista de nominados a los Óscar a personas de dicha raza. Si damos una vuelta por las aspirantes a mejor película, de las nueve seleccionadas, un tercio de ellas se vuelcan en mostrar discriminaciones varias soportadas por seres humanos de color negro: Figuras ocultas (Hidden Figures) de Theodore Melfi, acerca del oscurantismo que envolvió el valioso trabajo en la NASA de tres brillantes mujeres científicas afroamericanas en los años sesenta; en segundo lugar, nos encontramos con Fences, de Denzel Washington, en la lucha de un padre coraje negro por sacar adelante a su familia frente a los prejuicios raciales, en los años cincuenta. Y en tercer lugar, nos hallamos con esta obra de Barry Jenkins, Moonlight. Pero si seguimos estudiando la lista de nominados, tampoco pasan desapercibidas candidaturas por otros premios a personas de color intervinientes en las obras citadas, o en alguna otra, como la nominación de Mejor Actriz para Ruth Negga por el filme Loving, de Jeff Nichols, esa historia real que ya analizamos con anterioridad en este blog, sobre la prohibición de matrimonios interraciales en muchos estados del país norteamericano, cuya vigencia pervivió hasta no hace muchos años. Y a cuenta del escándalo surgido sobre un pasado de violación del que fue absuelto Nate Parker, el director de la película de la nueva El nacimiento de una nación, (mejor olvidarse de la racista y sobrevalorada homónima del año 1915 del realizador D.W. Griffith), probablemente, decimos, por ese oscuro pasado de Parker que ha salido a la luz pública, los académicos no han terminado de ponerse las botas sobre el asunto de las cuotas de colores.
Nos hemos acercado a la película de Barry Jenkins, conociendo a priori muy pocos datos: únicamente que estábamos a punto de observar una trama sobre discriminaciones raciales y sexuales. Por la circunstancia ya citada de que estuviera nominada como mejor filme del año, consiguió despistarnos al principio con un largometraje que sobresale por su quietud, abundantes silencios, que ahonda en primeros planos y casi sin más música que la diegética. Vamos, todo lo que no esperábamos como preferido del mundo hollywoodiense. Y ello nos descolocó, hasta que fuimos entrando en el hábitat mostrado por el director, y olvidándonos de los dichosos premios, nos imbuimos en un ambiente, en el recorrido de unas zonas crudamente exhibidas, recurriendo solo como elemento visual atrayente, diríamos que poético, a la inserción de tonos saturados, en su mayoría azules, como seducción fundamental de puesta en escena. Unos colores azules que uno de los personajes, en un momento determinado, identifica como el de los hombres negros cuando corren bajo la luz de la luna (el título de la película en su idioma original, precisamente).
El filme se divide en tres partes: la infancia (9 años), la adolescencia (16 años), y la etapa ya adulta de un hombre afroamericano, de Chiron, que crece en una zona conflictiva de Miami. Desde muy pequeño, debe enfrentarse, con un hogar y un ambiente escolar que se presentan hostiles, alucinantes en muchos aspectos del primer caso, el del domicilio familiar, para quienes dedicamos más atenciones a nuestros perros, que algunas madres a sus hijos. A todo ello, se debe añadir la pobreza circundante, y el círculo vicioso que termina estableciéndose, para recurrir a los únicos paraísos, aunque sean artificiales, que pueden estar al alcance de la mano de esos seres que se arrastran en una penosa existencia (a las drogas, en sus vertientes diversas nos referimos, por supuesto). Y si a todo ello añadimos cierta sensibilidad alejada de la masa en la personalidad de nuestro protagonista, que va creciendo con su evolución vital, los obstáculos a los que tiene que enfrentarse se multiplican, en el intento de sortear a la generalidad de los humanos, que como borregos en manada, siguen las directrices que dictan los más fuertes, sin poner objeciones o buscar justificaciones.
Ya hemos adelantado que no empezamos a percibir esta película como una obra de fácil digestión, pero tampoco termina siéndolo. Y sin embargo, se acaba, y somos conscientes de haber asistido a un magnífico filme, a un largometraje que no necesita remarcar nada, o a explicitar situaciones o momentos que se omiten, porque recurriendo a muy pocos elementos, tiene la maestría y nos da la clave para su asunción, y para que sintamos el dolor que los personajes prefieren olvidar. ¿Para qué recordar?
Hemos titulado esta crítica Supervivientes, pero también nos hemos quedado con las ganas de denominarla Madre no hay más que una, o Vidas vacías. La película desprende veracidad, y entre otras cuestiones, consigue arrancar sentimientos de odio hacia maternidades, que incluso en países superdotados o poderosos, como ustedes prefieran, se siguen ignorando por las instituciones públicas. ¿Es debido al color de la piel? ¿Por esto último unido a la pobreza? ¿Porque preferimos destinar recursos a la adquisición de armas para seguir matando árabes?
El filme, con sus tres fases, salta en esos triples escuetos momentos en la vida del protagonista, hasta sus 26 años, con elipsis realizadas con tanta destreza, que, repetimos, cualquier explicación adicional resultaría redundante. Estamos ante un largometraje, que pese a la sorpresa inicial que nos llevó a una primera fría acogida, va creciéndose, hasta convertirse en un extraordinario ejemplo, un verdadero pedazo sobre la adaptación e imitación a la que debes someterte para sobrevivir. Por desgracia, o cambias a la orilla dominante, o desapareces. Y lamentablemente, las reales oportunidades para que los personajes que retrata la película puedan escapar de un futuro que se presenta tan cierto como insoportable, parecen tan lejanos como que obtengas el “gordo de la lotería” (nosotros siempre hemos sostenido la teoría que los agraciados que vemos festejando cada año en las televisiones a las puertas de las administraciones que supuestamente han vendido los premios, con sus cavas y algarabías, consisten en meros figurantes contratados para la ocasión). En cualquier caso, y para terminar, queremos dejar a un lado administraciones públicas olvidadizas de suburbios que poco les interesan, y que a lo que se dedican es a vivir a costa de nuestros impuestos, manteniendo e incrementando instituciones innecesarias, y disfrutando de “fiestorro” en “fiestorro” ilegal, que luego permanece impune cuando no le queda más remedio que enfrentarse ante tribunales de justicia (no lo hemos podido evitar: se acaba de hacer público esa sentencia que ha tardado, nada más y nada menos que nueve meses, y que ha confirmado lo que ya sospechábamos: el carácter divino y no humano de la saga borbónica); y también apartamos, por un instante, esa periferia muy próxima pero invisible para la mayoría blanca y armada hasta los dientes, que al parecer han elegido nuevo presidente para mirarse su propio ombligo (ojalá no se les ocurra aprender más geografía de fuera de sus fronteras). Y por un momento, borramos todo aquello, y nos quedamos únicamente con el rayo de optimismo con que el director Barry Jenkins cierra Moonlight. A lo mejor, quizá solo a lo mejor, los figurantes de la lotería no son tales y sí exista cierta esperanza en el futuro de alguno de aquellos desfavorecidos que intenta la supervivencia, en medio de una jungla enfurecida. Y un poco antes de ese momento de cierre de la obra no dejen de disfrutar de la maravillosa canción de Barbara Lewis, Hello Stranger, escuchada desde uno de aquellos aparatos denominado en inglés Jukebox, generalmente traducido al castellano como rockola, sinfonola o gramola. Por su ausencia en los lugares por los que nos movemos desde hace años, nos ha parecido un artefacto sacado de las profundidades de la historia, pero que todavía recordamos con cariño, cuando nos permitía la satisfacción de seleccionar y escuchar en cualquier bar nuestras canciones favoritas con la simple introducción de alguna moneda.
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