Pequeñas cosas con importancia
Paterson se corresponde con la tercera población más habitada del estado de Nueva Jersey y también coincide con el nombre de nuestro protagonista, un conductor de autobuses que recorre la ciudad, de unos 150.000 habitantes, desde su puesto de trabajo, el autocar número 23, diariamente, de lunes a viernes, contemplando sus calles, comercios, naturaleza, observando a sus habitantes y atento a las conversaciones de los usuarios en el interior del vehículo de transporte público. Y Paterson, nuestro hombre, además, concibe y escribe poemas que anota en su libro secreto.
Paterson vive en una modesta casa, de puerta rosada, con un buzón de correos curiosamente torcido, junto a su adorable mujer, Laura, y el perro Marvin, de raza bulldog inglesa, esas pequeñas mascotas con cara de pocos amigos, tranquilos, pero testarudos. El director estadounidense Jim Jarmusch, tras su último largometraje de ficción del año 2013, Solo los amantes sobreviven (Only Lovers Left Alive), se olvida de vampiros inmortales y mediante aperturas con planos cenitales y cierres de fundidos en negro, recorre, sin prisa alguna, día a día, a lo largo de una semana de lunes a domingo, de cualquier semana, la vida de nuestro particular conductor de autobuses mientras atraviesa su “homónima” urbe, al tiempo que registra con la cámara todos sus movimientos, desde que abre los ojos con su particular despertador mental, pasadas las seis de la mañana, hasta el cierre de la jornada, que suele coincidir con la consumición de una jarra de cerveza en su pub habitual y con los clientes de costumbre.
Jarmusch, con una estética melancólica y llena de silencios, parece que sin gran esfuerzo, y este es su principal mérito, nos hace transitar sobre lo que realmente compone la existencia de la mayoría de los humanos, sobre esas pequeñas cosas que son precisamente las que le dan sentido, si es que verdaderamente lo tiene: las tiernas alegrías sobre el poema recién acabado, por el pastel que ha salido delicioso, por aquella peculiar guitarra que siempre se ha deseado, el disgusto por ese autobús que no arranca, las molestias por el buzón que no acaba de enderezarse, la tranquilidad con que se engulle un pastel de queso cheddar y coles de Bruselas, regado casi con litros de agua, pero que ha sido elaborado con un amor inmenso y teniendo en cuenta nuestros favoritos ingredientes. Sueños, realidades, minúsculas o grandes ilusiones, que algunas se cumplen y otras se convierten en grandes decepciones.
La vida sigue su curso, por lo menos, para nuestros héroes. El sol continúa saliendo y poniéndose todos los días y el truco está en centrarse en lo que se tiene o sería factible de conseguir, olvidándose de todo lo demás. Por otra parte, hay quien sostiene que la solución vital para una existencia serena y sin complicaciones está en no llevar nunca la contraria, aunque luego hagas lo que te venga en gana. Probablemente estén en lo cierto, y sea la mejor fórmula para esta vida de sinsabores, que esconde la paradoja de verse de distinto color, según como quieras mirarla, sin necesidad de que seas daltónico.
¿Vidas anodinas? ¿Vidas rutinarias? ¿Vidas conformadas? En esta obra nos enfrentamos con muchos sentimientos, un gran pedazo de cada uno de ellos, que abandonan cualquier ostentación, y que no nos importaría que nos hubieran seguido empapando durante mayor metraje que el contenido por la película. La misma tiene la gran virtud de conseguir enternecernos con esos caracteres tranquilos o serenos en sus alegrías y desesperaciones, en la ilusión por la culminación de un gran poema frente a las Grandes Cataratas del río Passaic mientras degustamos el almuerzo, o en el desespero porque el suegro se nos viene a vivir a nuestro domicilio, o a la mascota se le ha detectado una diabetes cuyo tratamiento deberemos de realizar un elevado esfuerzo económico.
El protagonista, Paterson, está interpretado por Adam Driver y consigue conformar un entrañable personaje, que saabe expresar sus sentimientos con su porte, con su casi perenne semblante carente de sonrisa alguna, con su serenidad en aceptar lo que se le va poniendo por delante y con el mérito de atraernos sin remedio con su personalidad. Sufrimos sus desdichas y nos alborozamos con sus pequeñas conquistas. Nos contacta con sus poemas, en off, recitados o incluso escritos en pantalla. Son poemas sencillos que hablan de la grandeza del amor, de la magia de la naturaleza, del esplendor de los mínimos detalles. La aparente pasividad física de Paterson se interioriza en grandeza con esos hermosos versos, que en realidad, son adaptaciones de los del poeta americano de Oklahoma, Ron Padgett (1942), perteneciente a la segunda generación de la Escuela de Nueva York. Precisamente, el referente literario adorado por Paterson es el también poeta de Nueva Jersey, William Carlos Williams (1883-1963), un escritor que se caracterizó por su sencillez, con composiciones escuetas, de tranquila intensidad y muy accesibles. Como Jarmusch con su Paterson, consigue que lo ordinario asemeje extraordinario, además de dedicar una famosa obra poética a la ciudad, publicada en cinco volúmenes.
La mujer de Paterson, Laura, está interpretada por la actriz de origen iraní Golshifteh Farahani y encarna a una joven ilusionada, feliz en sus pequeñas aficiones, contenta con lo que la vida le ofrece y esperanzada por un futuro que escudriña con gran optimismo. Consigue desprender una estética propia que atrae en su originalidad, blancos y negros, círculos y rayas u otras figuras geométrica, que dominan la decoración de su vivienda, sus vestidos, los pasteles que elabora e incluso el collar del perro. Laura es una fémina que, además, destaca por tener cierto parecido con Lota, la mujer pantera de La isla de las almas perdidas de Erle C. Kenton (Island of Lost Souls, 1932), no solo físicamente, sino también en su ingenuidad. Y para terminar de redondear ese hábitat íntimo que forma con Paterson, conquista y seduce la gran complicidad que se muestra entre la pareja, compartiendo momentos, aflicciones y esperanzas, aunque quizá deberíamos dejar aparte de este último apunte el tema de los mellizos.
Y para finalizar, no nos olvidamos del tercer protagonista, del perro denominado Marvin en el filme, que lo observa todo, y toma sus propias decisiones cuando lo cree oportuno, ya eligiendo dictatorialmente caminos, ya destrozando tesoros ajenos o a la búsqueda del fastidio continuo, con cambios recurrentes en algún elemento del atrezo. Precisamente, al can, Nellie en la realidad, que falleció antes de que el largometraje se exhibiera en el Festival de Cannes, está dedicada la película. Hasta el final, Jarmusch nos envuelve de magia y nos regala un remate encantador, poco creíble por cierto, aunque eso, en este caso sea lo de menos, y cierra la historia como un cuento encantador en el que nos gustaría seguir habitando. El realizador nos obsequia en esta ocasión con una obra que no olvidaremos. Aciertaen tono, forma, modo y contenido. ¿Qué más se puede pedir?
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