El polvorín

Los miserables es un extraordinario largometraje, ópera prima de Ladj Ly, director francés nacido en Mali. Su dureza no puede dejar indiferente. El filme parte con la voluntad de asemejarlo a un documental pero sin renunciar a su innegable tono de ficción. Precisamente, el mayor elogio que puede hacerse de la obra es su equilibrio, la independencia que desprende mirando por una cámara neutra que no se decanta hacia ningún estamento (aunque ello no sea óbice para perfilar con más cariño a ciertos personajes). Todas los clanes se retratan descabezados, oscuros, iracundos, violentos o aprovechados. Policías, islamistas, niñas y niños, políticos o seudopolíticos, mafias, gitanos, comerciantes…Ninguno se libra de la mirada ácida del director, que no necesita juzgar lo que ya de por sí resulta aberrante.
El largometraje se asienta en un montaje vertiginoso, en una especie de road movie con sucesivas e intermitentes paradas por uno de los barrios más desfavorecidos de las afueras de París, concretamente Montfermeil, suburbio al este de la capital gala. Y allí todos saben quién o quienes son los otros. Las fuerzas del orden no necesitan identificación; tampoco los que ya han estado entre rejas o los jefes o alborotadores de cada uno de los bandos. Y sucede como en todas partes. Entre los más miserables, también existen clases, personas que mandan e individuos que sirven, seres abyectos que se aprovechan de penurias ajenas, personas avariciosas que no dudan en recurrir al poder de la fuerza frente al infortunado que carece de los mínimos recursos en cualquier ámbito. Con acierto, el director Ladj Ly se ha situado en un barrio que conoce bien. Allí creció y sufrió el acoso policial desde muy pequeño.

Por otra parte, la elección temporal del desarrollo de la trama también es un pleno acierto. Estamos en el verano de 2018, cuando la selección de fútbol francesa ganó el Mundial. Precisamente en el estío, una estación de vacaciones para los críos, quizás también para los adultos con trabajo (aunque dudamos que el porcentaje de afectados en el barrio por esto último sea elevado). En cualquier caso, la impresión general es que casi nadie tiene mucho que hacer. El merodeo callejero, generalmente en grupos más o menos organizados, es lo que se impone. Todos atentos a la última novedad acaecida, al más reciente tumulto, cotilleo o fechoría. Asimismo, igualmente se atina con la fotografía escogida. Se huye desde el inicio de tonos saturados o cercanos a la irrealidad que acerquen la ficción o seudoficción al cuento. Y no de hadas precisamente. El filme no se cansa en golpear la conciencia del espectador hasta el final, en ese término que no es tal y que corta el penoso suspense con un fundido en negro.
Ladj Ly se ha apoyado en un título coincidente con la famosa obra de Victor Hugo. Y la elección no es baladí pues el lugar en el que se desarrolla la película coincide con el que se ambientó el novelista. Además, ambas obras se acercan a aquellos olvidados por nacer en un determinado lugar o pertenecer a la clase social “incorrecta”. Una marginación que en ambos casos, en el libro y en el filme, conducen a los afectados a la frustración ante la imposibilidad de abandonar circunstancias o lugares de origen. Pero a diferencia del punto de vista optimista de Victor Hugo atisbando un cambio posible, dicha conclusión no es precisamente la que se deduce del largometraje de Ladj Ly.

Merece la pena detenerse sobre la personalidad de cada uno de nuestros tres policías protagonistas, unos retratos perfilados de forma tan cuidadosa que no dudamos en que podrían extenderse a muchos miembros de las fuerzas del orden en la realidad. Contamos con Chris (interpretado por Alexis Manenti), el jefe de nuestro equipo de la Brigada de Lucha contra la Delincuencia. Un hombre aprovechado, corrupto, violento y también criminal. Encarna escenas en las que sus actuaciones y decisiones atentan los más elementales derechos humanos. Y en algunas ocasiones, hasta se violan porque sí, porque se aburre, por marcar terreno, por complacencia en el abuso del poder que le confieren sus porras y sus pistolas. El segundo es Gwada, un afroamericano que procede del barrio en el que trabajan. Llevado a la pantalla por Djidbril Zonga, se caracteriza por su silencio, siempre conduciendo el vehículo a la sombra del jefe. Y ante todo, iremos descubriendo que estamos ante un ser estresado. No lo dudamos. Lo comprendemos siendo testigos de una única jornada en la vida laboral de estos policías. Y también nos horrorizamos del estado de corrupción, dejadez, desprecio y abuso al que están sometidos los habitantes de nuestro suburbio. Mientras tanto, los que mandan no desaprovechan ocasión para potenciar y sacar provecho de su autoridad. Y pasamos al tercer miembro de la Brigada. Es Stéphane (Damien Bonnard). Se estrena en el equipo para afrontar el día más terrible de toda su existencia, probablemente o quizás previo a muchos otros similares. Un hombre que todavía mantiene principios aunque nos preguntemos hasta cuándo.

Odiamos a las fuerzas del orden, a los politiqueros del barrio, a sus imanes, a sus mafiosos. Pero también llegamos a aborrecer a los niños y a las niñas. Incluso en la trepidante parte final, nos acordamos de Narciso Ibáñez Serrador y su terrorífica película ¿Quién puede matar a un niño? (1976). Extraordinarios filmes, tanto el de Chicho como el de Ladj Ly. Entre el espanto que no la estupefacción, el realizador francés solo necesita de unos 100 minutos para abordar un panorama desolador, extrapolable a muchos otros guetos. No necesitamos series con multitud de capítulos para alertar sobre determinados exilios en el país propio que no suelen salir en las noticias, salvo caos mediático.
Les anunciamos que verán leones y ente las escenas más espeluznantes se encuentra aquella en la que dos protagonistas forcejean en una enorme jaula. Gente miserable, indecente, que considera lo suyo como propio y lo de los demás como apropiable. Un guion que no solo se apoya en ese recorrido cotidiano de los policías por el barrio en busca de conflictos o creándolos. No, además, llega al surrealismo introduciendo a un niño con cara de ingenuo mientras se ocupa de registrarlo todo con su particular espía. Y mientras tanto, parece que únicamente juega, que permanece en universos infantiles, que trastea inocentemente con aviones teledirigidos.

No hemos hablado de mujeres, pero están, en pequeña escala por metraje, pero siempre presentes: detrás de las puertas, recaudando fondos para créditos sin intereses o repitiendo esas leyes penales de procedimiento que han tenido que aprenderse a fuerza de abusos. Abusos, sí, de esos miserables policías que utilizan la legislación a su conveniencia y si viene al caso, se la retuerce por un mísero regalo para la pareja. Y en este párrafo de ideas revueltas, qué mejor que acordarnos de esa magnífica salida del barrio, para seguir a nuestros abusadores de la ley y el orden en sus hábitats particulares.
Repetimos, magnífico filme, digno de todos los premios que le han otorgado y los que vendrán. Una película que recordaremos. Se empieza con las masas en pleno centro parisino, enfervorecidas por banderas que las discriminan siempre: en ayudas, en respeto, en educación, en integración. Una marginación que rápidamente las aleja de ese mundo triunfante alrededor de once señores adinerados en pantalones cortos. Un círculo de ganadores que por un momento se imaginan propio pero nunca lo es. Pertenecen a otra rueda muy distinta, la de los miserables, la que sigue girando a pesar de políticas o administraciones.
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