Sobre las raíces y la memoria
Quatretondeta es una población que se encuentra en el interior, al norte de la provincia de Alicante, en la comarca de Concentaina y que cuenta con apenas un centenar de habitantes censados. Está situada en el Valle de Seta, de una orografía muy abrupta, con abundantes barrancos y elevadas cumbres. Puede presumir por haber tenido la primera mujer alcaldesa de la historia de España, Matilde Pérez Mollá, en 1924, aunque no por elección popular, y se siente muy orgullosa de las fiestas populares que se desarrollan anualmente en la zona, dedicadas a Moros y Cristianos. En esa localidad y en las poblaciones vecinas se desenvuelve esta humilde historia, pobre en medios pero rica en intenciones, que arranca con la muerte de la mujer de Tomás (José Sacristán), quien se empeña en enterrar a su compañera en Quatretondeta, con la oposición de la hija de la finada, que pretende el traslado del cadáver a París, lugar en donde vive, para recibir allí sepultura.Pol Rodríguez, con amplia experiencia en labores de ayudante de dirección, nos acerca en su ópera prima como realizador, a las tradiciones y cultura de una región, mediante el género de la comedia negra, recurriendo al road movie y al cine costumbrista, además de a la odisea quijotesca, una lucha que se enfrenta valiente pero trastornada contra los hostiles elementos. Con un cadáver o alguno más de por medio, y un coche fúnebre, que igual transporta ataúdes o prostitutas, dando vueltas por las angostas carreteras de la comarca, vamos a acercarnos a esas raíces que creemos o queremos olvidadas, y de las que, aunque nos empeñemos, no podemos hacer desaparecer a nuestra particular conveniencia, y surgen en los momentos más inesperados y espontáneos. Estamos hablando de raíces personales, unos potentes alambres, que aunque retorzamos e intentemos aniquilar, que aunque pongamos tierra y años de por medio, se incrustan en las genes, en el pasado consciente o no, y terminan aquietando y dando sentido a una existencia sin referentes, o abriendo esa puerta cerrada con un candado cuya llave hemos tirado al fondo del mar, y su apertura produce una claridad o toma de conciencia, perdida entre nuestros imaginarios más ocultos.
Y el largometraje se ocupa de un segundo tema, no menos importante: la memoria histórica, esa necesidad de dar un final que consideramos digno, y que cuente con nuestra participación, a aquellos seres queridos que se encuentran enterrados por las cunetas de las carreteras, en desconocidos montes o parajes, olvidados por la historia y las leyes, porque han tenido la triste suerte de estar en el bando perdedor, y si ahí caes, ahí te quedas, sin viabilidad de rescate posterior. Para muchos, es difícil comprender, ya no digo compartir, el desasosiego que sobrecoge a esos hijos o nietos por no haber tenido la oportunidad, ellos o sus progenitores, de haber recorrido enteramente el camino del duelo, por no tener un sitio donde poder, o no, acercarse, en donde reposen los restos de lo que queda de esta efímera existencia. Ese más allá se asemeja lo suficientemente infinito como para que todo ser humano pueda tener el derecho a ser poseedor de un punto de referencia, de un adiós conforme le venga en gana, ya discutiremos posteriormente ese “le venga en gana” a quien corresponde. Los desequilibrios que la ausencia de ese referente puede ocasionar se encuentran excelentemente retratados en el filme, sin excesos, con una puesta en escena sencilla, que prima las costumbres del lugar, se regodea en el absurdo y crea situaciones que podría haber imaginado Miguel de Cervantes, como la lucha frente a los pedregosos y escarpados montes arrastrando un ataúd, o la llegada al cementerio en caballo, vestido de moro, en busca de nuestra Dulcinea.
Estamos ante una película que, con sus altibajos, se siente en lo más profundo, de actores con una trayectoria consagrada, que no necesitan de elogios mayores. José Sacristán es Tomás, y no podemos imaginar otra persona que interprete a ese anciano que acaba de perder a su compañera de muchas décadas, compungido, sorprendido, sin rumbo, dispuesto a cualquier cosa para salvaguardar la voluntad de la fallecida, que es “más de comer que de beber” (y si no, que se lo pregunten a Genovés, a Sergi López), que inicia una cruzada en solitario contra elementos poderosos, que ha dejado incompleta o con agujeros su trayectoria vital y quiere recomponerla. Sacristán nos ofrece una inefable interpretación, acompañada, como siempre, con su potente y atrayente tono de voz, que culmina el conjunto de la caracterización. Sergi López, combinando en su hablar catalán y castellano (lo que no es infrecuente por esas tierras), interpreta a un ganadero muy rústico, Genovés, llano, bruto en sus formas y costumbres, en una existencia despojada de lujos pero que se rellena de placeres mundanos. La hija de la fallecida, de Gerarda o Geraldine, es Laia Marull, excelente en su recorrido, desde la tenaz soberbia, al aterrizaje de morros sobre el terreno, en toma de conciencia de los orígenes. Y no queremos dejar de nombrar al actor Julián Villagrán, el enterrador de empresa familiar con más de tres generaciones, que logra conformar un tipo merecedor de permanecer en el imaginario colectivo, a la altura de ese conserje del Hotel Asturias, de Agustín Gonzalez, ese Gervasio Losada, que no paraba de dar cabezadas en la película de Jose Luis Garci, Volver a empezar (1982). Tristemente, nos tememos que no se le dará oportunidad al filme de Pol Rodríguez a alcanzar mayor repercusión que una semana en los carteles de las ciudades y algún premio, además del ya obtenido, si hay mucha suerte.
El realizador, combinándolo con unas tomas muy cercanas, destaca en planos generales el paisaje de la comarca, ese horizonte tan particular, árido y de corta frondosidad, con la utilización de una destacable fotografía, obra de Carles Gusi, que ya ha merecido un premio en el reciente Festival de Málaga. Al director Pol Rodríguez, mientras reflexiona sobre esos dos temas trascendentales ya citados, no le faltan inquietudes y momentos para detenerse en las costumbres locales, las bandas de música, los juegos de pelota, los desfiles de moros y cristianos, el ruido y las tracas, la tertulia en los bares o los intentos de lucir más que el vecino en las fiestas, aunque para ello haya que hipotecarse.
Y la película nos deja una última reflexión. ¿Quién decide qué hacer con un cadáver, incinerarlo o no, o dónde enterrarle, o a quién pertenecen sus cenizas? La pregunta no es baladí, sobretodo cuando existen discrepancias entre los familiares más cercanos. ¿Quién ostenta la titularidad de los derechos sobre el finado?¿Existe un derecho de propiedad sobre el mismo? Las leyes civiles determinan que los herederos del fallecido tienen derecho sobre los bienes del causante, no sobre sus restos, además de que únicamente se puede saber si hay testamento y cuál es el último, a los quince días del deceso (un poco tarde, nos parece). En el caso de que no lo hubiera, al testamento, nos referimos, los herederos son los hijos, en su defecto los padres, y en su ausencia el cónyuge viudo, pero ya decimos, eso solo se sabe con posterioridad, y da derecho a bienes materiales, no a huesos o cenizas. No estaría de más que los testamentos vitales que están regulando algunas comunidades autónomas, acerca de la voluntad de las personas en nombrar un representante que resuelva en su última enfermedad para el caso de propia incapacidad, se extienda también a las decisiones que se deben tomar una vez producido el fallecimiento. En cualquier caso, por si sirve para alguien que se vea inmerso en la referida problemática, el artículo 2 del Reglamento para el Régimen y Gobierno del Cementerio Municipal de Concentaina, otorga al alcalde la facultad de resolver definitivamente, en vía administrativa, cualquier controversia que pueda surgir entre los familiares del difunto.
Tráiler:
[…] nos lleva inmediatamente al recuerdo de otra película también española y de reciente estreno, Quatretondeta (2016), de Pol Rodríguez, pero esta vez, por el gallinero se pasean, además de las gallinas, nada […]