Infame agresión
El cineasta de origen malayo, afincado en Taiwán, Tsai Ming-liang, desarrolla en esta película un drama musical, de carácter cuasi-pornográfico. Estamos en la ciudad de Taipéi, en tiempos de sequía, escasea el agua potable para la limpieza diaria, y las autoridades del país recomiendan la hidratación humana con el zumo de una fruta, de la sandía.
En una primera escena, con un plano fijo, como la mayoría de los utilizados en el largometraje, se cruzan en un subterráneo, o en los sótanos de un edificio, la joven protagonista que trabaja como guía en un museo, Shiang-Chyi en la ficción (Chen Shiang-chyi), con una actriz de cine pornográfico. La primera vive en el mismo inmueble, unos pisos más abajo, del local en donde se filman las películas porno. Intercalando cinco números musicales de carácter histriónico que interrumpen la acción, el realizador va desgranando una historia de soledad y desolación. Recomendamos que no se pierda el tiempo buscando una versión del filme con subtítulos; no es necesario. El lenguaje no es uno de los medios por los que la obra y los personajes en su interpretación se hacen entender y se comunican. Con un ritmo lento, en donde apenas suceden acontecimientos, se alternan las grabaciones de escenas del filme pornográfico que se rueda dentro de la propia película, mostrando sexo explícito, con el deambular y los encuentros de la pareja protagonista, cocinando, alimentándose, descansando en actitudes que llegan a despertar un erotismo soterrado, intentando la apertura de una maleta, o llevando a cabo conatos de acercamiento sexual incompletos.El realizador nos presenta un edificio enorme en donde se cruzan sus personajes, con muchas alturas y viviendas, pero tanto en el interior del mismo, ascensor o pasillos, como en las calles, es difícil cruzarse con algún ser vivo. La ciudad, en la realidad con más de dos millones de habitantes, aparece, curiosamente, desolada, vacía, sin transeúntes, preparándose para la hecatombe o sufriendo ya las consecuencias de la misma. Dentro de esos espacios, abiertos o cerrados, desiertos y solitarios, destaca la potencia visual de la sandía, su intenso color, una fruta que en el largometraje no sirve únicamente para comer o beber su zumo, sino para utilizarla en las fantasías más diversas, ya sea copular, embarazarse, parir, besar, hacer musculatura o pringarse, a pesar de la escasez de agua para la limpieza personal. La cucurbitácea se muestra poderosa, apareciendo soberbia en tamaño y colorido. Casi nos recuerda a aquel artículo de la higiene femenina que, según su publicidad, de ya hace algunas décadas, servía para todo.
El realizador recurre en alguna ocasión a retratar sombras de los actores, para narrar alguna acción, y ese recurso consigue que sintamos mayor erotismo con esas formas que, por ejemplo, se mueven en la pared comiéndose unos cangrejos, que en las propias escenas de sexo puro, que parecen limitarse a un puro ejercicio físico hasta la extenuación, dando prioridad a su larga duración, aunque no falten ciertos detalles de imaginación o algún toque de humor, como en la toma de sexo inicial, con una sandía, por supuesto, que acaba en la cabeza del personaje protagonista, Hsiao-Kang, o esa botella cuyo tapón recorre un camino insospechado, o la de la ducha, con la botella vertiendo líquido sobre la pareja que está copulando (en época de escasez de agua, cualquier iniciativa para paliar su ausencia es bienvenida). Estamos ante un sexo que se muestra sin tapujos, sin límite aparente en su desarrollo temporal, y con un ritmo que se asemeja diegético, especialmente en esa lamentable escena final de una violación de veinte minutos, de la que luego nos ocuparemos.La obra deja la sensación de que la única forma en que pueden relacionarse los protagonistas es a través del sexo, y ni siquiera eso, ya que los contactos terminan siendo puramente laborales, o impedidos a través de barreras, inconscientes y a la vez físicas, que acaban abortando la plena satisfacción del encuentro. Nada sabemos de los personajes, más allá de su profesión, pero parecen seres desorientados, desubicados, lastrados por un peso que asemeja obligarles a arrastrarse en una anodina situación de resistencia. El filme desprende un sabor de vacío existencial incómodo, una tristeza que invade todos los rincones del mismo, aunque se recurra en los musicales insertados a tonos vehementes, de mezcla hortera, estética kitsch, y combinación de colores imposibles, con naranjas, amarillos, rosas…Temáticamente, nos encontramos frente a una soledad extrema, carente de relaciones y comunicación de pareja, de amistad, incluso familiar, frente a una juventud desconcertada que parece no tener rumbo, mareada entre tanta propaganda estatal que intenta transmitir que la felicidad se encuentra en la pieza de fruta por excelencia, el melón de agua, y dicha felicidad llega al éxtasis si es tu pareja la que te la regala, cuando quizás, lo que deberían haber hecho las autoridades es construir, a tiempo, algún pantano o desalinizadora. La credibilidad de la desecación y calina ambiente está tan conseguida cinematográficamente, que parece difícil de creer que alguno de los personajes del filme no haya acabado con una infección por legionela.
La obra termina resultando sensual, en el sentido de táctil, de cercana en sensaciones, de personas que se perciben próximas para el espectador, pero aisladas en su entorno, con los sentidos en alerta y abiertas a nuevas emociones que no terminan de alcanzar, entre medio del asfalto, la sequía, la cutrez, y la búsqueda de la supervivencia.Y después de todo eso, y antes de todo ello, aunque ocupe la parte final del largometraje y de este trabajo, nos topamos de manera sorprendente frente a una violación terrorífica, un atentado contra el derecho a la honestidad que no recordábamos haber visto más intensa, insufrible y despreciable en el cine, y no se nos han olvidado ejemplos como los del director estadounidense Jonathan Kaplan, en su película Acusados (The Accused, 1988), con la excelente interpretación de Jodie Foster, del español Pedro Almodóvar en Átame (1990), o los más recientes del realizador francés Gaspar Noé, Irreversible (Irréversible, 2002), o del danés Lars von Trier, en la descarnada o descarnadas agresiones a Grace, al personaje de Nicole Kidman en Dogville (2003). Y lo rechazable no es su duración, o que se produzca el ataque, sino la indiferencia que parece envolver a todos los que intervienen para que el abuso se lleve a cabo. Y no hablamos ya de pura indiferencia, sino de cooperación necesaria, tanto en la violencia física que se emplea para mover y trasladar a la mujer, contra o sin contar con su voluntad (queremos pensar que solo se encuentra inconsciente), como la energía y malabarismos a los que se recurren para que la aberración culmine en la profanación más absoluta. A nadie le importa, desde los que la fomentan y la hacen posible, léase la joven protagonista, el actor porno o todo el equipo cinematográfico, como el público y la crítica, a quienes lo que les ha interesado de la escena no es precisamente sus descarnadas y terribles imágenes de una violación colectiva, sino el amor que termina culminándose entre Shiang-Chyi y Hsiao-Kang, con barreras de por medio, y todo ello mientras una compañía china de líneas aérea te está invitando a que vueles con ellos. Es una pena, pero la soledad y la incomunicación que pretende desprender el filme se queda en mera anécdota, tras la contemplación de sus execrables y no denunciados últimos veinte minutos.
Tráiler:
https://youtu.be/rcxp-Ferv5w
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