Venganza en su esencia
El tema de la venganza ha sido un asunto que ha centrado numerosas obras cinematográficas a lo largo de la historia, muchas de ellas de gran calidad. Nos llegan a la memoria ejemplos tan dispares como Centauros del desierto (The Searchers, 1956), de John Ford, El cabo del miedo (Cape Fear, 1991) de Martin Scorsese, Sin perdón (Unforgiven, 1992), de Clint Eastwood, Irreversible, de Gaspar Noé (Irréversible, 2002), o alguna propuesta coreana como Oldboy, de Park Chan-wook (Oldeuboi, 2003), sin olvidarnos tampoco de la más reciente de Alejandro González Iñárritu, El renacido (The Revenant, 2015). Y en versión española, recordamos La venganza, de Juan Antonio Bardem (1958), Balada triste de trompeta, de Álex de la Iglesia (2010), o La piel que habito, de Pedro Almodóvar (2011).
En su debut en la dirección cinematográfica, el conocido actor Raúl Arévalo, que ya cuenta en su poder con un Goya por su interpretación de reparto en la película Gordos, de Daniel Sánchez Arévalo (2009), nos enfrentamos ante un magnífico inicio en el trabajo detrás de la cámara. Sorprende con una película tan redonda, que nuestro primer pensamiento ha sido el detenernos para meditar en aquél o aquellos aspectos que más nos han llamado la atención, y el primer premio se lo hemos otorgado, por aclamación, a la muy acertada elección de la fotografía, sus tonos desvaídos, la opacidad que consigue alcanzar con las formas, dando a los personajes, objetos y panorámicas un feísmo estético entre árido y desabrido. Es un estilo que no abandona el filme en ningún momento, desde la primera hasta la última y dura imagen final. Con esa elección de puesta en escena, en una división por capítulos, se van recreando barrios, bares, domicilios particulares, gimnasios, o pueblos de la España profunda, incluso hospitales.
Después de iniciar los comentarios sobre el largometraje acerca de lo que más nos ha atraído del mismo, vamos a continuar con otras decisiones y recursos utilizados, que también nos han parecido muy atinados. Por ejemplo, trabaja con un guion en estado de gracia, que va introduciendo historias y personajes en dosis muy estudiadas, que contribuye a plasmar ese denso clima que se exhibe, y despierta al mismo tiempo la intriga en el espectador; o por ejemplo, con unas interpretaciones, que de verosímiles, parecen no estar encarnadas por actores profesionales, sino por los mismos personajes sacados de la realidad. Además, el filme se apoya en un ritmo intenso que ayuda a encontrar su continuidad, pero sin aceleraciones innecesarias. Y tampoco nos olvidamos del sonido, un elemento que se utiliza, no para camuflar ni inundar, sino para acompañar momentos y angustias.
En el filme se bordean muchos temas, demasiados, y a pesar de ello, ninguno resbala en superficialidad. La delincuencia, el mundo carcelario, las drogas, la violencia, el dolor, la soledad, el paso del tiempo…Muchos y delicados asuntos que son tratados sin ligereza y con la consideración que merecen. Y sobre todos ellos, el motivo central, la venganza, ese sentimiento humano que, desgraciadamente, en demasiadas ocasiones se confunde con justicia.
Dándole vueltas a nuestras impresiones, desde luego, parece que estamos ante un nuevo director, que por su flamante ópera prima, nos deja con la ilusión de lo que nos puede deparar en un futuro. Además, aunque hayamos priorizado algunos elementos de la puesta en escena sobre otros, en realidad es el acierto en la elección del conjunto de factores cinematográficos, lo que hacen que la obra deslumbre en su globalidad, ateniéndose siempre, por supuesto, a la narración y lo que se pretende con ella. Curiosamente, ni el tema de la venganza en sus diferentes vertientes aporta novedad alguna en el cine, como ya hemos destacado al inicio de este artículo, ni el chantaje o el supuesto silencio sagrado entre delincuentes. Nada es original, y sin embargo, el conjunto sorprende muy satisfactoriamente.
Queremos destacar, particularmente, la interpretación de Antonio de la Torre, un actor del que cada vez nos interesa más su trabajo. Lo acabamos de disfrutar en el largometraje Que Dios nos perdone, de Rodrigo Sorogoyen, como el inspector de policía Velarde, de carácter oscuro, distante, traumatizado y misógino, también envuelto en aires de venganza, y en esta ocasión, en la película de Arévalo, nos regala la interpretación de José, ese hombre mediocre, del que poco sabemos, y poco sabremos, excepto lo necesario para redondear la historia.
Da la impresión de que Raúl Arévalo se maneja con facilidad entre los diferentes recursos estilísticos que pueden estar a su alcance, y en la moderación en margen económico que le dejaba la producción, es capaz de echar mano, sin desentonar, desde un plano secuencia de arranque en el interior de un vehículo, a planos de distintos formatos, ya sean de detalle, generales o medios, o a elipsis cuando lo cree conveniente para no detener el ritmo de la narración. Todo ello parece surgir de modo natural, para terminar de dibujar el contexto social crudo y sucio que le interesa. Y a pesar de que el realizador reconoce que sus referentes han sido en su mayor parte filmografías de autores extranjeros, como John Boorman, Terrence Malick, los hermanos Dardenne, Jacques Audiard o Matteo Garrone, consigue darle a la película el tono castizo de los lugares en donde se desarrolla.
El filme se presentó en la Mostra de Venecia, y lo vimos hace ya algunas semanas, temiéndonos lo peor en cuanto a su permanencia en pantalla. Afortunadamente para sus creadores, el thriller tendrá su segunda oportunidad, ya que acaba de ser nominado en once categorías para los próximos premios Goya, entre ellos al de Mejor Película, Mejor Dirección Novel, Mejor Guion Original, o Mejor Actor para Antonio de la Torre. Le deseamos mucha suerte. La obra, que ha necesitado más de cinco años para conseguir financiación, lo merece.
Tráiler:
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