El duelo
Películas sobre duelos hemos contemplado muchas, pero cada una los han abordado con sensibilidad distinta. A bote pronto, nos acordamos de la italiana La habitación del hijo de Nanni Moretti (La stanza del figlio, 2001) o de la canadiense de Atom Egoyan, El dulce porvenir (The Sweet Hereafter, 1997). También rememoramos con mucho cariño Tres colores: azul del polaco Krzysztof Kieślowski (Trois couleurs: Bleu, 1993) o Un hombre soltero, del estadounidense Tom Ford (A Single Man, 2009). Ejemplos se podrían poner muchos y bastantes de enorme calidad.
La directora andaluza, Celia Rico, se estrena en el largometraje con esta obra, Viaje al cuarto de una madre. A la cineasta la conocíamos por su participación en el guion del filme de Pol Rodríguez, Quatretondeta (2016). Este último consiste en una descabellada comedia negra sobre las raíces y la memoria histórica, protagonizada por José Sacristán. Una sentida cruzada que se sigue con especial interés. Celia Rico, en su debut con la realización de largos, narra la historia de Estrella y Leonor, madre e hija, en unos momentos muy cercanos a la pérdida del marido de la primera y padre de la segunda. Estrella está interpretada por Lola Dueñas y Leonor, por Anna Castillo. La mirada que nos ofrece la directora es silenciosa, de mucha quietud y repleta de soledad.
Nos encontramos con una obra modesta, de pocos medios y que no se encuentra entre sus pretensiones hacer demasiado ruido. La puesta en escena es austera y clásica. Se desarrolla en su práctica totalidad en una humilde y pequeña vivienda situada en una población que también se vislumbra de poco tamaño. El único desarrollo que al parecer ha alcanzado a sus habitantes es el procedente del imparable terremoto de las nuevas tecnologías, léase preferentemente móviles y ordenadores domésticos. En realidad, las paredes que cierran el hogar de nuestras protagonistas únicamente se abandonan en muy contadas ocasiones. Y son momentos prescindibles, válidos en la trama solo para airear un tanto el ambiente.
Es precisamente un clima turbio, pesado, de desesperanza y ahogo el que rodea especialmente a la madre. Está caracterizada de forma excelente por Lola Dueñas. Vemos a una progenitora típica en lo que respecta a la preocupación por la vida y salud de su hija. Una madre castiza, siempre al tanto de lo que come su cría y de que el peso sea el adecuado según sus estándares. Se encuentra pendiente de Leonor en todo momento. Y además, exige veladamente su compañía, si bien recurriendo a “lloriqueos” y no a modales autoritarios o exigencias maternales. Una mujer que vemos debilitarse consumida en su pena, mientras nos quedamos con la sensación de que egoístamente, se aprovecha del amor de su hija para que el duelo se transite en comunión. Por lo que respecta a la joven, también está interpretada de forma excelente por Anna Castillo. Sin salidas de tono, con resignación pero sin abandonar ideales o expectativas futuras. Leonor tiene poco más de veinte años. Lógicamente, en esas edades los avatares existenciales acortan su intensidad, también los duelos. Y acontecimientos dolorosos pueden abordarse, como lo hace nuestra joven protagonista, con penitencia fugaz.
A la película no le interesa abordar o dispersarse por otros derroteros. No esperen grandes golpes de efecto. No los hay y no se buscan. El largometraje se centra exclusivamente, y ese es su mérito, en sus dos protagonistas, en los concretos momentos y circunstancias en que se desarrolla. Unos instantes cruciales en la vida de ambas que se abordan con cámara fija, planos que no se alargan especialmente y una fotografía oscura, acorde, además de con el ambiente denso que se destila, con los interiores y la nocturnidad que atraviesa. El filme no da más de lo que empieza prometiendo, pero tampoco menos.
De forma natural y con especial credibilidad, la obra va saltando desde las mesas camillas, entrañables objetos pertenecientes a la memoria colectiva nacional, a las cajas repletas de productos porcinos que se enviaban y se continúan remitiendo a los vástagos que pasan temporadas en el extranjero. ¡Que por esos lugares remotos y ajenos no saben de pucheros o de tortillas de patata! Y mientras tanto, va pasando el tiempo, se descubren redes sociales y se saca el polvo donde ya está demasiado acumulado. Tiempo, tiempo y tiempo. Todo es cuestión de tiempo. ¿Sepultura en el momento en que ya toca? No. Parafraseando al cantautor Luis Eduardo Aute, “de alguna manera tendré que olvidarte…”. La existencia sigue para algunos y cualquier asidero es bienvenido.
Y nos gustaría pasar a otro asunto, que se dibuja con pocos pero certeros momentos en el filme. Nos referimos a las vivencias de aquellos jóvenes que abandonan ilusionados sus pueblos casi ya sin habitantes, carentes de cualquier trabajo provechoso y sin visos de evolución positiva. Y se dirigen ilusionados hacia tierras desconocidas en las que se supone que existen ocupaciones, mercados, futuros enriquecedores, lenguas nuevas que aprender y previsibles sueldos jugosos. Unos saltos que se inician con el prometido pago del billete de avión de única dirección, pero que probablemente conduzcan a caminos no sospechados y también indeseados.
La obra tiene el acierto de envolverse toda ella en un tono auténtico, en desprender credibilidad escena a escena. Y solo deteniéndose en un momento, meses, un año quizás, de las existencias de sus protagonistas, vivencias que derivarán en lugares o situaciones de mayor o menor estabilidad. Pero si la película acaba, la lucha continúa. Y en esas estamos, desde la juventud hasta la madurez, atrapados por el implacable paso del tiempo.
Tráiler:
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